Yo, cyborg – Nueva fase de la evolución humana

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Los hombres-máquinas ya no son personajes exclusivos de la ciencia ficción. Piernas y brazos artificiales, marcapasos, anteojos, autos, computadoras y demás prótesis, además de potenciar capacidades físicas, instalan una nueva forma de ser.

Jerry Jalava, Oscar Pistorius, Rob Spence, Nadya Vessey, Neil Harbisson, Kevin Warwick, Sterlac, Eduardo Kac, Jaime del Val y muchos más que, como la mayoría de la gente de este planeta, no salen en los diarios ni asomaron sus caras en la web pero que, aún así, están por ahí: personas hasta cierto momento “comunes y corrientes” que día a día destrozan los límites y las definiciones y confirman que o bien el ser humano está en vías de extinción o bien que se está convirtiendo en este mismísimo instante en otra cosa. ¿Por qué? Porque ellos (y ellas) son cyborgs, Robo sapiens o algo más que no comprenden del todo. Sólo saben que son distintos (pero no tanto). Que sus cuerpos se fundieron con aquellas herramientas forjadas para hacer más, ver más, querer más y que no pueden vivir sin ellas como la mayoría de las personas no conciben vivir sin un brazo, una pierna, una mano hasta que irrumpe una tragedia y altera todos los puntos de apoyo.

Yo, cyborg - Diario Critica Digital - Santiago Koval La condicion poshumana

Queriéndolo o no, adoptaron para sí una categoría inventada en 1960 por el neurofisiólogo e inventor Manfred E. Clynes y el psicofarmacólogo Nathan S. Kline para referirse a futuros y plausibles seres humanos “mejorados” con un fin adaptativo: sobrevivir en entornos extraterrestres. Y al tomar la palabra “cyborg” (fusión de organismo cibernético) como segundo apellido, la hicieron (tecno)cuerpo: dejaron de ver a las tecnologías protésicas como objetos-reemplazo y las incorporaron a su entorno corporal.

El corredor sudafricano Oscar Pistorius se autorreconstruyó después de una doble amputación con un par de piernas artificiales de fibra de carbono y causó un gran revuelo cuando quiso competir en los Juegos Olímpicos de Pekín del año pasado (aunque finalmente no logró calificar). El cineasta canadiense Rob Spence (Eyeborg.blogspot.com) perdió la vista del ojo derecho de chico y la repuso con una minicámara en una de sus cuencas oculares con la que graba todo lo que ve. La nadadora Nadya Vessey se convirtió en una sirena cuando la empresa neozelandesa Weta Workshop le fabricó una prótesis en forma de cola en lugar de sus piernas amputadas. El finlandés Jerry Jalava cumplió el sueño de todo programador: tener un dedo pendrive luego de perder media falange en un accidente de motos. Y el pintor inglés Neil Harbisson (Harbisson.com) pudo corregir su acromatopsia (ceguera a los colores) con la incorporación de un sistema cibernético en su cerebro que le traduce los tonos de color en sonidos.

LA MÁQUINA HUMANA.

Con el dato a cuestas de 400 mil implantes tecnológicos por año, los ejemplos de cyborgs abundan como para armar una taxonomía propia, un árbol genealógico conectado no por ramas sino por alambre. Todos confluyen en el mismo punto: personas que, desgracia mediante, como todo organismo biológico, se adaptaron, se fusionaron con aquello que debía recomponerlos e inauguraron una nueva carne, una carne tecnológica. Con una sorpresa: su cuerpo no fue lo único que cambió. Al destruir la barrera entre lo natural y lo artificial, desarrollaron una nueva concepción de sí, una identidad cyborg aún no del todo explorada.

No es el caso de artistas de vanguardia que en cada performance hacen presentes temores futuros y por elección o por antojo exhibicionista comenzaron a adquirir atributos antes reservados a las máquinas. Con la estrategia del shock bajo el brazo, el brasileño Eduardo Kac (Ekac.org), por ejemplo, se incrustó en el tobillo un microchip con un número que después inscribió en un banco de datos. El madrileño Jaime del Val se paseó el año pasado por Madrid sólo cubierto por cámaras de videovigilancia y un proyector de plasma. Y el australiano Sterlac (Stelarc.va.com.au), por su parte, proclamó que el cuerpo se había vuelto obsoleto y en 1982 se acopló un tercer brazo mecánico con el que garabateó la palabra “evolución” en la pared de una galería.

El mensaje había sido entregado. Como sostuvo Francis Fukuyama, la clonación, el cultivo de órganos, los avances en las neurociencias, el desciframiento del genoma humano, la robótica, la cibernética, la electrónica molecular, la ingeniería biónica, la biomedicina y la nanotecnología (por no decir: creación huesos artificiales, xenotrasplantes, sangre sintética), además de amplificar la capacidad de asombro, reencauzan –lo quieran o no– el camino de la evolución humana, que podría conducir a una fase posbiológica, tal como prevén tecnocelebridades como Raymond Kurzweil, Hans Moravec, Nick Bostrom, Marvin Minsky y Vernor Vinge.

Con ese futuro incierto en mente, un especialista en cibernética empezó a experimentar. Y emulando a Wilhelm Röntgen y a Marie Curie, lo hizo con sí mismo. El 24 de agosto de 1998 el inglés Kevin Warwick (Kevinwarwick.com) dio el primer paso del proyecto “Cyborg 1.0”: se implantó debajo de la piel un chip con el que fue capaz de controlar puertas, luces, calentadores y computadoras. El 14 de marzo de 2004 redobló la apuesta. Visitó otra vez el quirófano y gracias a un chip más potente logró dos hitos: mover un brazo robótico a la distancia a través de internet y comunicarse electrónicamente con su esposa, también implantada.
 
LOS NIETOS DE FRANKENSTEIN.

Pero los cyborgs no sólo desfilan en internet, aquel teatro del freakismo, como embajadores de lo que inexorablemente se viene. Aguijonean sobre todo como tendencia inevitable desde la ciencia ficción. Como sostiene la filósofa española Teresa Aguilar García, vivimos en la época de la imaginería cyborg: Darth Vader de Star Wars, el Hombre Nuclear, la Mujer Biónica, los borgs de Viaje a las estrellas –Locutus, la reina y Seven of Nine–, Robocop y tantos otros que advierten a su modo que la tecnología es la nueva naturaleza. Pero al mismo tiempo que este género implota sobre sí mismo, la estética cyborg se naturaliza. Y el llamado “proceso de borging” se expande.

Santiago Koval lo vio venir de lejos y tomó nota en su libro La condición humana: camino a la integración hombre-máquina en el cine y en la ciencia (Condicionposhumana.santiagokoval.com), en el que vislumbra la superposición de dos instancias: la humanización de la máquina (el desarrollo de robots con expresiones faciales, robots-bebés) y la maquinización del ser humano, entendida como la propensión a introducir características mecánicas en el cuerpo. Es decir, androides por un lado (seres artificiales que incorporan elementos biológicos y mecánicos) y cyborgs por el otro.

“Llegamos a un punto de nuestra historia como especie en el que la dependencia tecnológica es tan alta que quitarle a una persona la tecnología significa despojarla de una herramienta de vida –señala Koval –. Cada vez somos más seres potenciados por la tecnología y vivimos rodeados por computadoras más poderosas. Hay un deseo de reproducir tecnológicamente lo real. Es una fascinación oscura del ser humano. No es una fuerza de la naturaleza. Nadie sabe hasta dónde se podrá llegar. Tal vez a la descarga total de la conciencia”.

Los sectores más avanzados de la filosofía y la antropología advirtieron hace tiempo que no se trata únicamente de una moda o de un escenario tecnocultural fugaz y con fecha de vencimiento. La cyborgización humana trae consigo una nueva tecnosensibilidad. Quien mejor la retrató fue la ciberfeminista posmoderna (y estadounidense) Donna Haraway, cara –y letra– más visible de lo que se viene a llamar “teoría cyborg”, un cúmulo de análisis, miradas y advertencias tecnofílicas sobre la imbricación total del ser humano con la técnica, la integración del organismo con las máquinas. Su Manifiesto Cyborg (1987, Manifiestocyborg.blogspot.com) condensa su mirada: “A finales del siglo XX –nuestra era, un tiempo mítico–, todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en unas palabras, somos cyborgs”, dice, asegura, cree.

O sea: los cyborgs no son sólo personajes ficticios (hombres, blancos, hipermilitarizados como en la película Soldado universal) o estrafalarios como Sterlac u Orlan, otro provocador cibernético. Anteojos, marcapasos, teléfonos, lentes de contacto, dentaduras postizas, ortopedia, automóviles, computadoras con las que se entra en contacto con la conciencia global (la web) y demás prótesis naturalizadas y utilizadas por 6.600 millones de personas ya nos modificaron. No somos animales, robots, humanos. Ahora todos somos cyborgs.

“FALTA REFLEXIÓN SOBRE LA TECNOLOGÍA”

Una de las investigadoras en el mundo hispano que piensan más agudamente la mecanización del ser humano y sus implicancias en la subjetividad moderna es la filósofa española Teresa Aguilar García, que en su último libro, Ontología cyborg: el cuerpo en la nueva sociedad tecnológica (Gedisa) inyecta con fuerza: “El cuerpo se revela como inservible sin las prótesis tecnológicas que lo capacitan para funcionar en el mundo actual. La ampliación del cuerpo humano por el aparato tecnológico es el nuevo reto que los sujetos de las sociedades emergentes deben plantearse como aceptación incondicional de una nueva naturaleza”.

–¿Cree que el ser humano tiene conciencia de su progresiva convivencia con lo artificial?

–Falta una reflexión profunda sobre las implicancias de la tecnología. Se ve claramente en el individuo de esta sociedad que consume tecnología compulsivamente según las leyes del mercado.

–¿Qué consecuencias tiene la cyborgización de la sociedad además de aumentar capacidades físicas?

–La imagen de cyborg, un arquetipo posmoderno que actualmente responde a las expectativas del imaginario colectivo en la época del capitalismo avanzado, anula por completo la dicotomía natural/artificial e inaugura una época en la que la disyunción carece de sentido.

–Sin embargo, se advierte en el discurso publicitario un llamamiento a “lo natural”, como si la naturaleza fuera “buena”, “deseable”, “confortable”. ¿Por qué cree que es así?

–“Lo natural” se utiliza como ideario del consumo. Pero dicho concepto ha sido desnaturalizado: sirve para vender más productos artificiales. La realidad demuestra que los individuos asocian lo bueno con lo artificial: poseer todos los aparatos tecnológicos posibles y mejorar su aspecto físico con cirugías.

–El filósofo francés Clément Rosset llegó a decir que la naturaleza como tal nunca ha existido y que su idea es un fantasma ideológico.

–En la sociedad de consumo, la naturaleza muere bajo toneladas de cemento, plástico, prótesis y operaciones estéticas que modifican lo que fue un supuesto cuerpo natural inmodificable. Hoy los cuerpos tienen la posibilidad de transformarse biotecnológicamente. Por eso son interesantes los debates que crean activistas como el Unabomber o el anarquista estadounidense John Zerzan, que revitalizan el panorama con sus propuestas humanistas y tecnófobas que se aferran a “lo humano”. Como ya dijo Heidegger, estamos encadenados a la técnica lo queramos o no; está indisolublemente unida al ser humano formando parte inextricable de la historia del ser.

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Por Federico Kusko. Publicado el 30 de abril de 2009 en Crítica de la República Argentina.

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