Ilustración y reforma punitiva: el principio panóptico del poder de castigar

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I. Introducción

En el decurso del siglo XVIII, la ciencia de la naturaleza, cuya tímida expansión había comenzado ya un siglo atrás, aceleró intensamente su cambio. Con él, todas las demás ciencias cobraron en poco tiempo nueva forma. El “Siglo de las Luces” o la “Época de la Filosofía” representaba, en palabras de D’Alambert, “una efervescencia general de los espíritus”. La multiplicidad y variedad de los ámbitos en que se movía el espíritu del hombre del siglo XVIII significaron el despliegue y el desarrollo completos de una fuerza por esencia homogénea, unitaria e invariable: la razón (Cassirer 1943: 19). Dentro de este nuevo estado general del conocimiento, que encuentra en la razón el criterio fundamental del espíritu conocedor, el derecho, y en particular el sistema punitivo, fueron objeto de grandes reformas dirigidas a la raíz misma de la economía del castigo. La importancia de estos cambios es un hecho incontestable en tanto que el sistema penal moderno hunde sus raíces en ellos. Este trabajo se propone como una aproximación a la naturaleza de este cúmulo de reformas punitivas vistas a la luz del marco de ideas iluministas que le prestaba fundamento. En particular, nos concentraremos en las ideas reformistas de Jeremy Bentham y en su principio panóptico del poder de castigar.

II. Clima de ideas en el siglo XVIII

El pensamiento del siglo XVII operaba por deducción sistemática: no se alcanzaba un verdadero saber filosófico hasta que el pensamiento no había logrado, partiendo de un ente supremo y de certeza fundamental, máxima e intuible, expandir la luz de esta certeza sobre todos los seres y saberes derivados. Antes bien, el siglo XVIII invierte los términos: el camino no es ya el de la pura deducción, sino el del análisis. No se comienza como antes con determinados principios para abrirse camino, por medio de deducciones abstractas, hasta el conocimiento de lo particular. Ahora, los fenómenos son lo dado y los principios lo buscado. Se busca el orden y legalidad absolutos de lo real que subyace a los hechos de la experiencia. Lo fáctico no es una masa inconexa de singularidades, sino que muestra en sí una forma que la penetra y la domina. Y esta forma se da en su determinabilidad matemática (Ibídem: 21, 22).

Así, para el siglo XVIII, la razón no es, pues, lo que para Descartes y Malenbranche, el nombre colectivo de las ideas innatas dadas con anterioridad a toda experiencia. La razón, lejos de ser una posesión, es para el siglo de las luces una forma determinada de adquisición o de conquista. No ya un contenido firme de conocimientos o de principios, sino más bien una energía, una fuerza que no puede comprenderse plenamente más que en su ejercicio y en su acción. Lo que ella es no cabe apreciarlo íntegramente en sus resultados, sino tan sólo en su función (Ibídem: 22, 23).

Y esta nueva forma de entender el concepto ‘razón’, no como concepto del ser, sino del hacer, se expresa metodológicamente en un movimiento espiritual doble de separar y juntar, de descomponer y reconstruir el objeto analizado (Ibídem: 26, 27). De este modo, la forma discursiva del conocimiento lleva siempre consigo el carácter de reducción: va de lo complejo a lo simple, de la aparente diversidad a la identidad que se halla en su base.

Pues bien, el ser social, como se habrá advertido, tendrá también que someterse en este proceso a ser tratado al igual de una realidad física. Procede entonces la descomposición en partes del todo social: la voluntad estatal total es considerada como la suma de las voluntades individuales y como producto de su unificación. Baste, como muestra, la teoría del contrato: de lo que se trata no es de conformar la totalidad de la sociedad, en tanto “cuerpo artificial”, de modo que ninguna clase particular de ciudadanos pueda perturbar el equilibrio y la armonía del todo en virtud de los privilegios particulares de que goce, sino más bien de que los intereses particulares concurran al bien del todo y se subordinen a él.

III. Cambios en la economía del castigo

Así como en la teoría de los números cada número puede ser concebido como un producto de números primarios, también en el derecho penal, la unidad, la uniformidad, la simplicidad y la igualdad lógica, aparecen, pues, como meta final y más alta del pensamiento. El siglo de las luces, que defendía las nociones de libertad, igualdad y fraternidad, necesitaba sin duda un ajuste correlativo de la práctica del castigo. El sistema punitivo se fue convirtiendo así, a lo largo del siglo XVIII, en materia de importantes reformas. La idea de la pena como un suplicio, como parte de un ritual destinado a volver infame a la víctima y a descargar sobre el cuerpo marcado y mutilado el poder infinito del rey, que había dominado la práctica punitiva en el Antiguo Régimen, comienza, en el curso de este siglo, a perder progresivamente legitimidad. La práctica del suplicio comporta el descontrol de las pasiones que la ilustración desdeña. Emerge entonces del entramado de relaciones de poder una era de sobriedad y racionalidad punitiva; empero, no se castiga menos, se castiga mejor.

Y este nuevo estado del poder de castigar descubrirá en las disciplinas su método coercitivo por excelencia. Las disciplinas constituyen esos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad. La disciplina fabrica cuerpos sometidos y ejercitados, eficaces y obedientes, útiles y económicos: cuerpos dóciles. Se trata de una anatomía política del detalle: un cálculo místico de lo ínfimo y de lo infinito (Foucault 1976: 143-145). Así, pues, el criterio racionalista que el siglo XVIII aplicaba a las ciencias naturales encuentra su correlato penal en el concepto de disciplina.

Pues bien, el éxito del poder disciplinario se debe al uso de instrumentos simples: la vigilancia jerárquica -se construyen observatorios de la multiplicidad humana, con aberturas de visibilidad continuas, y el consecuente reticulado cada vez más fino de los comportamientos individuales, combinado a su vez con la perpetua vigilancia de los vigilantes; la sanción normalizadora -se establece una micropenalidad del tiempo, de la actividad, de la palabra, del cuerpo, de la sexualidad, se busca corregir las desviaciones mediante el ejercicio, se opera a su vez una diferenciación de los individuos, distribuidos según rangos y jerarquías-; el examen -se invierte la economía de la visibilidad, se inserta a la individualidad en un campo documental, se hace de cada individuo un caso-. Así, en pocas palabras, el arte de castigar, en el poder disciplinario, no tiende a la expiación ni a la represión: compara, diferencia, jerarquiza, homogeneiza, excluye; en suma, normaliza. Lo normal se establece así como principio de coerción (Ibídem: 175-198).

IV. El panóptico de Jeremy Bentham

Influenciado por Beccaria respecto de la idea de la soberanía de la ley y de la subordinación del juez a ella, así como del mayor postulado del utilitarismo (“La felicidad del mayor número”), Jeremy Bentham (1748-1832) estaba convencido de la posibilidad de establecer leyes racionales válidas para todos los hombres (Bobbio 1998: 105, 106). Bentham demostraba así su mentalidad típicamente racionalista y su “parentesco espiritual con el pensamiento jurídico de la Ilustración francesa” (Ibídem: 106): un código coherente, simple, breve, válido como ley universal, que no podía ser obra más que de una sola persona, con principios estables e ideas claras.

En 1791 Bentham presenta a la Asamblea Francesa un proyecto de prisión moderna. El proyecto, bautizado como panópticon, es acaso el ejemplo más puro de garantía del orden disciplinario. Se trata, en sus palabras, de un “[e]stablecimiento propuesto para guardar los presos con más seguridad y economía, y para trabajar al mismo tiempo en su reforma moral, con medios nuevos de asegurarse su buena conducta, y de proveer a su subsistencia después de su soltura” (Bentham 1979: 33). La expresión ‘panóptico’, puede usarse “para expresar con una sola palabra su utilidad esencial, que es la facultad de ver con una mirada todo cuanto se hace en ella” (Ibídem: 37).

El panóptico se erige a partir de una “idea sencilla de arquitectura”. Se trata de dos edificios encajados uno en otro: el edificio de la circunferencia está formado por los cuartos de los presos, cada uno de los cuales son como celdillas abiertas hacia el interior; por su parte, la habitación de los inspectores se halla en la torre que ocupa el centro. La disposición del aposento del preso, frente a la torre central, impone una visibilidad axial; pero las divisiones del anillo, las celdas bien separadas, implican una invisibilidad lateral. Basta entonces con situar a un inspector en la torre central y a un preso en cada celda. “Invisible el inspector reina como un espíritu; pero en caso de necesidad puede este espíritu dar inmediatamente la prueba de su presencia real” (Ibídem: 37). Así, el mayor efecto del panóptico es inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad, que garantiza el funcionamiento automático del poder, aun si no existe quien observe. Como señala Foucault, el condenado se convierte, con su reproducción imaginaria de las coacciones de poder, en el principio de su propio sometimiento (Foucault 1976: 206). El panóptico descansa, en suma, sobre un principio de inspección que obra más sobre la imaginación que sobre los sentidos, y que pone a centenares de hombres en la dependencia de uno solo, dando a este hombre solo una especie de presencia universal en el recinto de su dominio (Bentham 1979: 35).

En los principios característicos que Bentham adscribe a su proyecto de prisión podemos ver encarnados los fundamentos teóricos del siglo de las luces: (1) presencia universal y constante del gobernador del establecimiento; (2) efecto inmediato de este principio en todos los miembros del establecimiento (convicción de inspección perfecta en todo lo que hacen); (3) gobernador revestido de un poder desconocido hasta ahora por el efecto de este principio panóptico, e interesado por la constitución misma del establecimiento, lo más que es posible; y (4) facilidad que se da al legislador, a la nación en general, y a cada individuo en particular, para asegurarse a todo momento de la perfección del plan y de su ejecución (Ibídem: 75). Así, pues, el panóptico de Bentham, producto conceptual de la razón del siglo XVIII, materia de aplicación de los principios de unidad, uniformidad, simplicidad e igualdad lógica auspiciados por la ilustración, constituye la idea arquitectónica que mejor representa al poder disciplinario.

V. Resumen y conclusión

Como dijimos, la ilustración permitió la aplicación de los principios del dominio natural al dominio social, instaurando así una nueva forma de concebir la ciencia y el hombre. En particular, las reformas en el derecho penal, nacidas como correlato de la nueva concepción del hombre de un lado, y de los principios exactos de las ciencias naturales de otro, dieron lugar a un refinamiento de las coerciones físicas que encontró su mayor expresión en las disciplinas. El panóptico de Bentham se impuso en este sentido como la idea arquitectónica por excelencia del poder disciplinario y de las ideas punitivas del siglo de las luces.

Ahora bien, este proceso de cambio en la economía del castigo, que va del suplicio a las disciplinas, del ritual al panóptico, está, como señalamos, en el origen del derecho penal moderno. Acaso el uso actual de la prisión como pena homogénea y universal sea muestra de ello. Tal como sugiere Foucault, ¿puede extrañar que la prisión celular, con sus cronologías ritmadas, y su trabajo obligatorio, sus instancias de vigilancia y de notación, con sus maestros de normalidad, que revelan y multiplican las funciones del juez, se haya convertido en el instrumento moderno de la penalidad? (Foucault 1976: 230)

La prisión se funda en primer lugar sobre la privación de la libertad. Y en una sociedad en que la libertad es un bien que pertenece a todos de la misma manera y al cual está apegado cada uno por un sentimiento “universal y constante”, como dictan los principios de las luces, la prisión se erige como el castigo igualitario. Pero además, la prisión garantiza también el papel de aparato de transformar individuos. Y este doble fundamento -jurídicoeconómico y técnicodisciplinario- la ha hecho aparecer como la forma más inmediata y civilizada de todas las penas. Así, pues, el panóptico -a la vez vigilancia y observación, seguridad y saber, individualización y totalización, aislamiento y transparencia, ha encontrado en la prisión -con sus principios de aislamiento, trabajo, e instrumento de modulación de la pena-, su lugar privilegiado de realización en el mundo de la penalidad moderna (Ibídem: 235-254).

VI. Bibliografía

Bentham Jeremy. A Fragment on Government. Cambridge: Cambridge University Press, 1988.

Bentham Jeremy. El panóptico. El ojo del poder / Michel Foucault. Bentham en España / M.J. Miranda. Madrid: La Piqueta, 1979.

Bobbio Norberto. El positivismo jurídico. Traducción de Rafael de Asís y Andrea Greppi. Madrid: Editorial Debate, S.A., 1998.

Cassirer Ernst. Filosofía de la ilustración. Versión española de Eugenio Imaz. México: Fondo de Cultura Económica, 1943.

Foucault Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Traducción de Aurelio Garzón del Camino. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, S.A., 1976.

Olaso Ezequiel (Editor). Del Renacimiento a la Ilustración I. Madrid: Editorial Trotta, S.A., 1994.

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