Ludwig Wittgenstein: el dolor y la imaginación

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I. INTRODUCCIÓN

Este trabajo se propone abordar cuestiones esenciales a la filosofía de la comunicación tomando como eje algunas nociones teóricas de Ludwig Wittgenstein. Específicamente, se trata de arrojar una nueva mirada a la filosofía de Wittgenstein en general, y a su disolución gramatical de problemas metafísicos en particular, planteando sus contribuciones esenciales y haciendo hincapié en los escenarios que se abren a partir de ellas y en el papel que juega, en este proceso, la imaginación. Asimismo, se se consideraran algunos problemas que surgen de sus reflexiones acerca del dolor a la luz de los nuevos descubrimientos de la ciencia médica.

Para el propósito de esta discusión hemos dividido el ensayo en cuatro capítulos o apartados: en primer lugar, un examen de la derivación del argumento analítico del ‘solipsismo increible’ a partir del dualismo cartesiano Äußeres/Inneres; en segundo lugar, un estudio de la disolución gramatical wittgensteineana del argumento solipsista; tercero, un análisis del concepto de imaginación en Wittgenstein y en Peter Nagel; en fin, una reflexión acerca del dolor en Wittgenstein a la luz de la noción multidimensional del dolor propuesto por John Bonica y John Loeser. Tal es, pues, el itinerario que proponemos al lector en estas páginas.

II. DERIVACIÓN DEL ARGUMENTO ANALÍTICO DEL ‘SOLIPSISMO INCREÍBLE’ A PARTIR DEL DUALISMO CARTESIANO ÄUßERES/INNERES

Este apartado trata de explorar analíticamente el argumento según el cual es posible concebir un ‘solipsismo increíble’ partiendo del dualismo cartesiano. Para mejor comprensión hemos dividido el argumento en tres grupos de tesis. Finalmente, en un cuarto punto, se presentan las conclusiones lógicas que se derivan gradualmente de las premisas presentadas en los primeros tres grupos.

Como veremos enseguida con algún detalle, todos los grupos de tesis son atravesados transversalmente por el espectro de escenarios de inteligibilidad (1). Así, conforme exploremos los distintos grupos de tesis que desembocan analíticamente en el solipsismo, iremos trazando un correlato de escenarios de inteligibilidad a fin de ilustrar más claramente las consecuencias que este argumento trae a la filosofía de la comunicación.

a. Espectro de escenarios de inteligibilidad

Estamos ubicados en el mayor escenario de inteligibilidad (número 1), esto es: sabemos que los otros tienen estados mentales, podemos llegar al contenido proposicional de esos estados mentales y sabemos lo que es para los otros tener esos estados. Recorramos, pues, desde este punto de apoyo, el argumento analítico según el cual sobreviene un colapso en el solipsismo a partir del dualismo cartesiano.

b. Äußeres / Inneres

Producto de la idea según la cual la realidad consiste en dos órdenes del ser, encontramos natural distinguir entre un mundo físico y público (Äußeres) compuesto de materia, energía y objetos tangibles y un dominio mental privado (Inneres) compuesto de objetos incorpóreos, procesos y estados. “A person […] lives through two collateral histories, one consisting of what happens in and to his body, the other consisting of what happens in and to his mind. The first is public, the second private. The events in the first history are events in the physical world, those in the second are events in the mental world”(Ryle 1949:12). Pues bien, tener una experiencia significa estar en cierta relación con un objeto o proceso o estado. Es imposible que dos personas tengan la misma experiencia, pues el acceso a dicha experiencia consiste en una relación subjetiva con fenómenos mentales. Si se quiere, los otros pueden tener una experiencia similar a la mía, pero nunca la misma (i.e. yo no puedo tener el dolor de él, sino uno análogo).

Si, de acuerdo a este grupo de tesis, sostenemos la idea de la posesión privada de la experiencia, entonces queda lógicamente excluida la transferibilidad de dicha posesión. Yo no puedo tener la experiencia de otro y mi experiencia nunca será idéntica a la ningún otro ser. Por tanto, yo nunca podré acceder a las cualidades fenoménicas de las experiencias de nadie más. Así, siguiendo este cuerpo de tesis, debemos bajar un escalón en los escenarios de inteligibilidad y ubicarnos en el número 2 (sabemos que los otros tienen estados mentales, podemos llegar al contenido proposicional de esos estados mentales, pero no podemos saber lo que es para los otros tener esos estados, en tanto las experiencias son posesión privada de su eventual ‘poseedor’). Nótese que conforme descendemos nos alejamos del universalismo y nos acercamos a posturas relativistas locales.

c. Conocimiento de mis propias experiencias

Según el cartesianismo tradicional, el acceso al contenido de nuestras mentes es epistémicamente privilegiado en tanto es absolutamente cierto. Esta certeza absoluta supone infalibilidad, incorregibilidad e indudabilidad de los juicios acerca de nuestros contenidos mentales.

“[…] conociendo que los mismos cuerpos no son percibidos en propiedad por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino tan sólo por el intelecto; y que no son percibidos por el hecho de ser tocados o vistos, sino tan sólo porque los concebimos, me doy clara cuenta de que nada absolutamente puede ser conocido con mayor facilidad y evidencia que mi mente. (Descartes 1985: 40-41)

La percepción y la introspección son procesos análogos: en ambos casos actual o figurativamente ‘observamos’ in foro interno. Los estados mentales, como asumiera Hume, son transparentes, infalibles, apodícticos e invencibles.

Pues bien, de acuerdo a este grupo de tesis, yo tengo acceso privilegiado al contenido de mis estados mentales, dicho por cada uno de nosotros. Esto parece reafirmar la posición en la que estamos ubicados (2º escenario de inteligibilidad) pues, si hay algo que es ser yo y yo, en tanto poseedor de ese algo, puedo conocerlo privilegiadamente, entonces los otros quedan lógicamente excluidos de algo que existe en virtud de que yo lo puedo conocer. Si bien esto no nos invita a seguir descendiendo en los escenarios de inteligibilidad, ratifica nuestra posición en tanto que podemos decir que de hecho hay algo que es ser alguien que es inaccesible para nosotros.

d. Conocimiento de otras mentes

De todo lo anterior es posible derivar una tesis de privacidad epistémica. Esta tesis es bifronte: de un lado, yo no puedo saber acerca de los estados mentales y experiencias de los otros como sí puedo saber de los míos; de otro, los demás no pueden saber de mis experiencias y estados mentales como saben de los suyos. De modo que, dado que las otras mentes están ocultas, y son inaccesibles para nosotros, atribuir estados y procesos mentales a los demás equivale a hacer enunciados acerca de su comportamiento actual o de sus disposiciones para comportarse. Pero siempre existe la posibilidad de que sus comportamientos sean engañosos y no se correspondan con los estados mentales que les adscribimos. De esto se sigue que, si una experiencia o estado mental puede ocurrir sin que ocurra ningún comportamiento correspondiente, y si el comportamiento puede ocurrir sin una concurrente experiencia o estado mental apropiado, entonces el comportamiento no está lógicamente conectado con lo mental. Nuestras cogniciones acerca de otras mentes no son, pues, lógicas, sino, en el mejor de los casos, una inferencia (analógica, conjetural o hipotética) de la mejor explicación.

Pues bien, este grupo de tesis nos devuelve al camino hacia la ininteligibilidad absoluta. Si no hay conexión lógica entre la conducta y la mente, entonces no puedo llegar al contenido proposicional de los estados mentales de los otros, en tanto sus mentes están ocultas para mí. Podemos, pues, dar un paso hacia abajo, ubicándonos en el 3º escenario (sé –paso necesario a la primera persona- que los otros tienen estados mentales –o al menos puedo inferirlo-, pero no puedo llegar al contenido proposicional de esos estados mentales ni mucho menos saber lo que es para ellos tener esos estados). Ubicados aquí estaríamos próximos a un relativismo global, más que a uno local.

e. Conclusiones derivadas de los tres grupos de tesis

Del planteo anterior se desprenden cinco conclusiones concatenadas lógicamente que terminan gradualmente en el solipsismo. En primer término, como vimos, según la tesis de la privacidad epistémica, no podemos obtener un conocimiento genuino o aproximativamente confiable de las otras mentes, como podemos hacerlo en nuestro caso. Se plantea entonces un escepticismo acerca de otras mentes: aunque sin duda nos formamos creencias acerca de los estados mentales de los demás, ¿no sería consistente, o al menos plausible, concluir que ellos son meros autómatas? De esto se sigue un escepticismo acerca de la comunicación: si dos personas no pueden tener la misma experiencia, y si las palabras de sus lenguajes se definen en relación con las experiencias, entonces nuestra suposición de que ellos pueden compartir sus creencias entre sí con propósitos de auto-expresión o de comprensión mutua, parece poco firme. En otras palabras, ¿qué evidencia tengo de que lo que otros perciben y llaman “rojo” es lo que yo percibo y llamo “rojo”? De esto se desprende, pues, una imposibilidad de la comunicación. ¿Qué clase de diálogo podría tener lugar con contenidos categorialmente distintos: creencias indubitables por un lado, y débiles inferencias por el otro? Mis estados y procesos mentales son incompartibles e incomunicables. Mi lenguaje es un lenguaje privado; un lenguaje interpersonal es lógicamente imposible.

La conclusión lógica de todo esto es un colapso en el solipsismo. Si es lógicamente imposible comunicarse con otros y así llegar al contenido de sus vidas mentales, ya ni se plantea la duda respecto de si son autómatas. Si no hay manera de verificar que ellos tienen las mismas experiencias que yo tengo, entonces no tiene sentido creer que puede existir otro dueño de toda la experiencia que yo puedo conocer. Así, pues, no sólo mi lenguaje es privado, sino que carezco de toda evidencia respecto de la humanidad, las mentes y los demás. Pese a su presencia corpórea, no tengo fundamento razonable para aceptar que hay almas o mentes (Seelen) tras esos cuerpos.

Un paso más en los escenarios de inteligibilidad es, pues, imperioso. Estoy en el 4º escenario de inteligibilidad (puede que exista algo que cree algo, pero yo no podría reconocerlo), escéptico con respecto a otras mentes, con respecto a la comunicación, imposibilitado, incluso, de toda comunicación. Sólo yo existo, con el perdón de Hume. Aquí abajo, nada tiene sentido. Ni siquiera decirlo. Mi lenguaje es privado, ininteligible para usted: ‘Yo soy el barco de la vida’ (BB 65).

f. Notas

1 El espectro de escenario de inteligibilidad ha sido tomado de Critique of Communicative Reason. Dialogues of the Imagination. (Cápitulo I, pp. 1 y 2) de Gabriela Alonso.

III. WITTGENSTEIN: AUTOCONOCIMIENTO Y CONOCIMIENTO DE LOS OTROS

En el apartado precedente, presentamos la derivación del argumento analítico del ‘solipsismo increible’ a partir dualismo cartesiano y expusimos las consecuencias que este argumento trae a la filosofía de la comunicación, en tanto que promueve en un escenario de ininteligibilidad absoluta. En este apartado, y como correlato argumentativo necesario del anterior, estudiaremos las tesis principales del embate wittgensteineano contra dicho argumento. Asimismo, daremos cuenta del valioso aporte que dichas tesis brindan en favor del centralismo en tanto que sientan las bases para un promisorio escenario de inteligibilidad interpersonal.

a. Privacidad epistémica de la experiencia

La doctrina cartesiana de los dos mundos sostiene, como vimos, que el acceso al contenido de nuestras mentes es epistémicamente privilegiado en tanto que es absolutamente cierto. Esta certeza absoluta supone infalibilidad, incorregibilidad e indudabilidad de los juicios acerca de nuestros contenidos mentales. Los estados mentales ocurrentes son, como diría Hume, transparentes para el sujeto.

Analicemos la respuesta ‘gramatical’ de Wittgenstein a esta concepción tradicional del autoconocimiento. Wittgentein presenta por lo menos dos argumentos. En primer lugar, ‘Sé…’ puede querer decir ‘No dudo…’, pero no quiere decir que la frase ‘Dudo…’ sea carente de sentido, o que la duda esté excluida lógicamente. Tiene sentido decir que una persona sabe que ‘p’ sólo si también tiene sentido negar que lo sabe, pues se supone que una atribución de saber es una proposición empírica que es informativa en la medida en que excluye una alternativa. La duda no es refutada por razones disponibles para la certeza, sino que está excluida por la gramática. Así, nuestra concepción de la privacidad espistémica de la experiencia confunde la exclusión gramatical de la ignorancia con la presencia de conocimiento (Hacker 1998: 39-44).

El argumento que precede se refuerza con un segundo argumento: el de la naturaleza no-epistémica de algunas expresiones. Los enunciados psicológicos en primera persona y tiempo presente, sostiene Wittgenstein, son expresiones (Äußerungen), no descripciones de objetos y eventos en un escenario privado. La expresión verbal del dolor está injertada en la conducta expresiva natural en circunstancias de lesión. Las formas primitivas de conducta natural son antecedentes de nuestros juegos de lenguaje aprendidos. No existe algo así como una identificación no inductiva del dolor en el caso propio, que pueda ser luego correlacionada inductivamente con la conducta de dolor, pues en el caso propio uno no identifica su dolor de muelas, uno lo manifiesta (Hacker 1998: 51-54).

De este rechazo de la concepción cognitivista de proposiciones psicológicas en primera persona y tiempo presente se sigue que la idea misma de la transparencia de lo mental es confusa: nuestras expresiones de nuestros estados mentales no implican que estemos enterados de algún evento intrincado que ocurra en nuestras mentes (CRC: cáp. II, 14).

b. El Problema de las otras mentes

Derivado del dualismo cartesiano, y como correlato de lo que hemos venido discutiendo, se plantea el problema de la justificación epistémica de nuestra creencia de que otras mentes existen detrás de los cuerpos. El problema surge de la creencia escéptica de que, dado que yo sé lo que significa para mí tener un dolor, es lícito preguntarse si otros sienten lo mismo que yo siento.

Wittgenstein sugiere que la significatividad misma de la adscripción de sensaciones a otros es cuestionable si, siguiendo el modelo tradicional, intentamos extrapolarla a partir de nuestro propio caso: ‘debería imaginar un dolor que no siento fundándome en el modelo de dolor que sí siento’. Pues, si yo tengo mi concepción de dolor a partir del dolor que experimento, entonces será parte de mi concepción de dolor que yo sea el único ser que pueda experimentarlo. Para mí será una contradicción hablar de dolor de otro (Kripke 1989: 120). Asimismo, si, como dijimos más arriba, no podemos formar cogniciones sobre nuestras propias vidas mentales, difícilmente podremos entonces formar creencias justificadas acerca de otras mentes sobre la base de nuestro caso (CRC: cáp. II, 24).

Wittgenstein, conforme a su constructo teórico puramente gramatical, y con reminiscencias humeanas, sugiere que se ha incurrido en una hipóstasis de la primera persona, atribuyéndole créditos ontológicos que no tiene. ‘El sujeto no pertenece al mundo: más bien, es un límite del mundo’. Se deriva de una peculiaridad ‘gramatical’ del pronombre de la primera persona, no de algún misterio metafísico especial; el ‘yo’ carece, pues, de referencia semántica. No tengo ninguna idea de un ‘yo’ en mi propio caso; ni tengo asimismo ninguna idea de lo que es ‘tener’ un dolor de muelas, visto como una relación entre dicho ‘yo’ y el dolor de muelas. En lugar de ‘yo tengo dolor de muelas’, concluye Wittgenstein, deberíamos decir ‘hay dolor de muelas’ o ‘hace dolor de muelas’.

Supuestamente, continúa Wittgenstein, puedo formarme el concepto de dolor de muelas a partir de uno o de varios casos particulares, que me permitirá posteriormente reconocer cuándo ‘hay dolor de muelas’ sobre la base de las cualidades fenomenológicas de los dolores de muelas. Pero: ¿de qué se supone que vamos a hacer abstracción de esta situación para formar el concepto de un evento que es como el caso paradigmático, excepto que el dolor de muelas no es ‘mío’, sino ‘de alguien diferente’. No tengo el concepto de mi ‘yo’ ni el de ‘tener’ que me permita hacer la abstracción apropiada. La formulación ‘hace dolor de muelas’ aclara perfectamente esto: considérese la situación total y pregúntese qué voy a abstraer si deseo eliminarme ‘a mí mismo’ (Kripke 1989: 128). Nótese -a modo de derivación a la que volveremos al final del ensayo- que considerando la situación total de esta manera, abstrayendo lo que es distintivo de nosotros mismos, podemos llegar a identificar lo que es común a todos nosotros; así, podríamos acceder a un tipo de universalismo u objetivismo (CRC: cáp. II, 27).

De modo que todo intento por imaginar una conexión directa entre una sensación y un objeto físico sin mencionar a un ‘yo’ o a una ‘mente’ me lleva simplemente a imaginar que yo tengo una sensación localizada en otro lugar. Esto nos conduce a contemplar nuevamente los misterios originales: ¿qué es una ‘mente’?, ¿qué siginifica que un cuerpo ‘tenga’ una mente?, etc. Pero no tenemos tales nociones. Abandonemos, pues, el intento por preguntar qué son tales entidades y en lugar de eso veamos el papel que realmente juegan en nuestras vidas las adscripciones a otros estados mentales.

c. Cosas que simplemente hacemos

¿Por qué tenemos una alocución como ‘Él tiene dolor’? ¿Por qué nunca nos contentamos con descripciones específicas de conducta? Cuando atribuimos estados psicológicos a otros, estamos en mejor posición para describir a otros en términos de esos estados que para describir la conducta en una terminología neutral que no mencione a ningún estado interno. Este hecho dice algo acerca del modo como vemos nosotros el mundo y, en particular, de cómo vemos a nuestros congéneres humanos: los vemos no como sistemas físicos, sino como seres humanos (Kripke 1989: 137).

Wittgenstein parece esbozar la clave de la cuestión en las Investigaciones Filosóficas: “Un médico pregunta: ‘¿Cómo se siente el paciente?’ La enfermera dice: ‘Se está quejando’. Un informe sobre su comportamiento. ¿Pero debe haber alguna duda para ellos acerca de si el lamento o la queja son genuinos, de si son realmente la expresión de algo? ¿No es posible que ellos, por ejemplo, deriven o infieran la conclusión, ‘Si él se lamenta, tenemos que darle más analgésico’ — sin suprimir un término medio? ¿No es el punto el servicio al cual ponen la descripción del comportamiento?” (PI, p. 179). “Creo que él está sufriendo — ¿Debo creer también que él no es un autómata? Sería incomprensible usar la palabra en ambas conexiones. (O es así: Creo que sufre, pero estoy seguro de que no es un autómata. ¡Absurdo!) (PI, p. 178)

Pues bien, el ejemplo del médico y la enfermera pone en evidencia lo siguiente: no es el caso que la actitud y la conducta de ambos hacia el paciente que sufre supone una ‘creencia’ previa acerca de que no es un autómata o de que su estado interno es de dolor, sino que, por el contrario, es su misma actitud la que implica que piensan en él como no siendo un autómata y como sufriendo por dolor. No es la actitud del paciente que sufre la que inspira la actitud del médico y la enfermera; más bien, es en virtud de la actitud de éstos hacia aquél que lo toman como un sufriente. Su actitud es prueba de su actitud (PI § 310).

“Mi actitud hacia él, escribe Wittgenstein, es una actitud hacia un alma (Seele). No soy de la opinión de que él tiene un alma” (PI 178/IF 417). Así, pues, debemos rechazar todo intento por explicar mi actitud y mi conducta hacia alguien que sufre mediante una ‘creencia’ acerca de su ‘estado interno’. Más bien, el orden ha de invertirse: pienso en él como teniendo una mente, y en particular como sufriendo por dolor, en virtud de mi actitud hacia él, no al revés (CRC: cáp. II, 27).

d. Un promisorio escenario de inteligibilidad

Pues bien, si las tesis de Wittgenstein son correctas, esto es: si, de un lado, el acceso al reino de nuestra mente no es ni privilegiado ni indirecto -lo que significa que no estoy en mejor posición que otros para decir lo que experimento- y, de otro, si nuestra actitud de mente expandida (2) hacia una mente es prueba de nuestro conocimiento de que es una mente, entonces todo parece sugerir que alcanzar auténtico autoconocimiento y autointerpretación es más difícil que obtener conocimiento de experiencias y estados mentales de otros. De modo que, en virtud de este aporte crucial de Wittgenstein a la filosofía de la comunicación, tenemos razones fundadas para promover una expansión en las esferas de las mentes y para maximizar la posibilidad de inteligibilidad mutua. El relativismo local es, pues, la senda equivocada si queremos asegurar cierto grado de mutua comprensión (CRC: cáp. II, 27).

e. Notas

(2) Mente expandida: disposición de alguien que se separa de las condiciones idiosincráticas de su propia mente para reflexionar sobre, o reaccionar hacia, alguien más, desde un punto de vista general que sólo puede determinar corriéndose hacia el punto de vista de otros (CRC: cáp. II, 29).

IV. CONDICIONES DE LA IMAGINACIÓN

Merced al análisis precedente del embate wittgensteineano a las derivaciones escépticas del dualismo cartesiano, es preciso orientar los interrogantes hacia otro campo. Como acabamos de ver, debemos rechazar todo intento por explicar mi actitud y mi conducta hacia alguien que sufre mediante una ‘creencia’ acerca de su ‘estado interno’. Por el contrario, pienso en él como teniendo una mente, y en particular como sufriendo por dolor, en virtud de mi actitud hacia él, no al revés (CRC: cáp. II, 27). Pues bien, como veremos enseguida con algún detalle, lo que juega el papel apropiado en la formación de mi actitud hacia otro no es una ‘creencia’ de que ‘él siente lo mismo que yo’, sino una capacidad imaginativa de ponerme a mí mismo en su situación. La imaginación es una cuestión fundamental respecto del problema que nos interesa y merece, por lo tanto, un estudio especial.

Para nuestro estudio de la imaginación, encontramos conveniente considerar la posición filosófica de Wittgenstein compararándola con la de Peter Nagel. El siguiente apartado tratará pues de dar cuenta del papel que juega la imaginación en las construcciones filosóficas de ambos. Los dos co-filósofos sostienen que la imaginación, la facultad de ponerse en los pies del otro, es condición necesaria para poder adscribir al otro carácter inteligible. Sin embargo, como veremos, existen diferencias -no menores- entre ambas posturas que no sólo dan lugar a conceptos de imaginación completamente distintos, sino que además promueven diferentes escenarios de inteligibilidad en la controversia universalismo/relativismo local. Estudiemos, pues, cada uno por separado.

a. Nagel

‘What it is like’, escribe Nagel, no significa ‘what (in our experience) resembles’, sino más bien ‘how it is for the subject himself’ (Ibídem 170, nota 6). Al extrapolar una experiencia desde nuestro propio caso a otros no podemos formar más que una concepción esquemática de ‘what it is like’ (i.e. podemos adscribir tipos generales de experiencia sobre la base de la estructura y la conducta del animal, marciano, etc.), lo que significa que la extrapolación será incompleta y, aun más, incompletable (Ibídem 171). Asimismo, dado que el punto de vista del sujeto cognoscente es la esencia de su mundo interior, y no meramente un punto de vista de éste, separarlo de aquél implicaría alejarnos de ese mismo mundo interior (Ibídem 175). De modo que tomar como punto de partida nuestro propio caso para explorar estados mentales de otros (i.e. marcianos, murciélagos, seres humanos) es, en el mejor de los casos, fútil.

Fundamentalmente, continúa Nagel, un organismo tiene estados mentales conscientes si, y sólo si, hay algo que es ser para sí mismo ese organismo. Es lo que se conoce como carácter subjetivo de la experiencia. Pues bien, si hay algo que es ser para sí mismo un murciélago (un marciano, un aborigen del Amazonas, etc.), yo -que no lo soy- puedo imaginar lo que es tener esa experiencia. Sin embargo, si yo imaginara esto, sólo podría acceder a lo que sería para mí ser tal o cual cosa. Pero esa no es la cuestión. De lo que se trata, de hecho, es de saber qué es para un murciélago ser un murciélago. Pero imaginar esto es imposible en tanto que estoy restringido por los recursos de mi mente (Nagel 169).

Ahora bien, en los argumentos presentados se plantean dos cuestiones que son, a nuestro juicio, contradictorias. De un lado, Nagel sostiene la futilidad de partir del propio caso para explorar mundos mentales ajenos y la consecuente necesidad de imaginar, de ponerse en el lugar del otro, como condición necesaria para su comprensión. Sin embargo, de otro lado, propone como condición necesaria de la imaginación el conocimiento del carácter subjetivo de la experiencia que se pretende imaginar. He aquí un problema, pues, siguiendo el hilo de la argumentación, podemos afirmar que, entonces, lo que comúnmente llamamos imaginación, esto es, la facultad representativa de ponernos en los pies de otro, no es tal cosa: en la mayoría de los casos imaginamos experiencias cuyo carácter subjetivo jamás conocimos o jamás conoceremos. Si, con Nagel, la imaginación ‘ocurre’ si y sólo si, y cuando y sólo cuando, el objeto representado en el espacio hedológico -Sartre- es algo que ya hemos experimentado, entonces imaginar se reduce a revivir, rememorar, evocar sensaciones otrora ocurrentes o volver a experimentar ‘sin los sentidos’. Si este fuera el caso, ya no estaríamos hablando de imaginación, sino de una facultad distinta.

Se puede decir, casi sin reservas, que imaginar es justamente lo contrario: la facultad (o, siguiendo a Susan Hurley, la capacidad) de ‘experimentar representativamente’ aquello que nunca hemos experimentado. O, en términos nagelianos, la facultad de representarnos el carácter subjetivo de aquello cuyo carácter subjetivo no conocemos o no podremos jamás conocer4. No es la imaginación la que supone el conocimiento del carácter subjetivo de las experiencias de los otros, sino al revés, es el conocimiento del carácter subjetivo de experiencias ajenas lo que supone la facultad de imaginar.

Así, pues, pareciera haber una contradicción importante en las posturas de Nagel. El conocimiento de what it is like como ‘condición de la imaginación’, da lugar, si se quiere, a un concepto de imaginación sesgado, débil, restringido. En tal sentido, el escenario de inteligibilidad se reduce notablemente: si sólo puedo imaginar qué es para el otro ser sí mismo, conociendo previamente dicha experiencia, entonces mi facultad de imaginar se ve limitada por mi acceso a las cualidades fenoménicas de la entidad que pretendo imaginar. Si seguimos consecuentemente a Nagel, el relativismo local parece ser el camino correcto y, por tanto, una ética o filosofía de la comunicación parece lejana, si no implausible.

b. Wittgenstein

Para Wittgenstein, como vimos, es incluso absurdo (nonsense) adscribir sensaciones a otros usando como modelo nuestro propio caso. Se ha incurrido tradicionalmente en una hipóstasis de la primera persona, atribuyéndole créditos ontológicos que no tiene. El ‘yo’ carece de referencia semántica y es, por tanto, eliminable del lenguaje ‘whitout loss’. De ello se sigue que las confesiones en primera persona no constituyen items de conocimiento, sino meras expresiones (Äußerungen). Quien dice ‘yo soy culpable’ no está declarando que cierta persona se siente culpable, ni describiéndose en esos términos; más bien, está haciendo público un sentimiento o manifestando su creencia. Y actuando de ese modo, no está señalando una persona entre otras (el ‘yo’ no corresponde a las definiciones ostensivas). Así, no hay tal cosa como un carácter cognoscitivo privilegiado de mis exploraciones en mí propia vida mental (o de la nuestra en tanto agregación de yoes). Por lo tanto, dado que no podemos alcanzar un genuino conocimiento de los propios estados mentales, difícilmente podremos entonces formar creencias justificadas acerca de otras mentes sobre la base de nuestro caso (CRC: cáp. II, 24). De ahí, pues, la futilidad de partir del propio caso para explorar a los otros3.

De la futilidad de tomar como base de conocimiento de los otros nuestro propio caso, se sigue la necesidad de recurrir a la imaginación. Con respecto a esto, Saul Kripke ha hecho acaso una interpretación iluminadora: “Yo, que he tenido la experiencia de dolor y puedo imaginarlo, puedo imaginativamente ponerme a mí mismo en lugar de quien sufre; y mi capacidad para hacerlo le da a mi actitud una calidad de la que carecería si no hubiera aprendido más que un conjunto de reglas respecto de cuándo atribuir dolor a otros y cómo ayudarlos. […] Lo que juega el papel apropiado en la formación de mi actitud no es una ‘creencia’ de que ‘él siente lo mismo que yo’, sino una capacidad imaginativa de ponerme a mí mismo en su situación” (Kripke 1989: 140).

Ahora bien, ¿hay para Wittgenstein alguna ‘condición de la imaginación’ -como sí la hay, como vimos, para Nagel? Al respecto, Kripke puede nuevamente iluminarnos el camino: “¿qué diríamos de alguien que comprende perfectamente bien bajo qué circunstancias ha de atribuirse dolor a otros y que reacciona frente al dolor de otros del modo apropiado, pero que, no obstante, es incapaz de imaginar o de sentir el mismo dolor? ¿Quiere él decir lo mismo que nosotros si dice de alguien que tiene dolor? […] Él se diferenciaría de nosotros precisamente en la forma en que nuestra capacidad para imaginar dolor entra en nuestra propia actitud hacia quienes sufren (Kripke 1989: 141). Pues bien, nuestra actitud se revela como una actitud hacia una mente en virtud de nuestra misma actitud: quien falle en reaccionar de este modo es ‘ciego al aspecto’ (CRC: cáp. II, 28).

La condición de la imaginación en Wittgenstein sería pues simplemente la de no ser ‘ciego al aspecto’. Como dice Kripke, nuestra capacidad para imaginar una experiencia (i.e. dolor) entra (nuestro énfasis) en nuestra propia actitud hacia quienes sufren. Si alguien fuera ciego al aspecto, si no adoptara la actitud de una mente expandida -Kant- hacia otros, entonces no podría imaginar, no podría ponerse imaginativamente en el lugar del otro.

Con todo, esta ‘condición de la imaginación’ no parece presentar problemas al momento de concebir una filosofía de la comunicación. Es el caso que la ceguera al aspecto es poco frecuente, si no improbable, en el género humano. Más bien, ocurre lo contrario: sería difícil, si no imposible, encontrar un individuo que comprenda bajo qué circunstancias ha de atribuirse dolor a otros y que reaccione frente al dolor de otros del modo apropiado, pero que, no obstante, sea incapaz de imaginar o de sentir el mismo dolor. La presentación analítica del concepto de imaginación en Wittgenstein es, de este modo, no contradictoria: se trata, si se quiere, de un concepto de imaginación pleno, robusto, absoluto.

c. Consideraciones finales

Siguiendo a Wittgenstein, pues, la única condición para poder adscribir carácter inteligible a otros es la imaginación. Y la imaginación, en tanto facultad, está condicionada únicamente por la necesidad de no ser ciego al aspecto. Pues bien, como acabamos de decir, la ceguera al aspecto no es una imposibilidad lógica, como sí lo es el conocimiento de los qualia en Nagel. A partir de esto, y a raíz de la contradicción en que, alegamos, incurre Nagel, nos parece conveniente sugerir la postura wittgensteineana como la correcta.

El concepto de imaginación ‘pleno’ en Wittgenstein, en oposición a ‘sesgado’ en Nagel, promueve, como ya se habrá advertido, una expansión en las esferas de las mentes y una maximización de la posibilidad de inteligibilidad mutua. El relativismo local se presenta, pues, una vez más, como el camino equivocado si se pretende asegurar cierto grado de mutua comprensión.

d. Notas

(3). El verbo ‘conocer’ presenta a su vez otro problema para Nagel, en tanto sugiere la naturaleza epistemológica del acceso al carácter subjetivo de las experiencias, pretensión que el mismo Nagel propone dejar de lado (Nagel 172, nota 8).

(4) Cabe preguntarse porqué Nagel y Wittgenstein coinciden en la futilidad de usar el propio caso como base de conocimiento de los otros. A mi juicio, la correlación conceptual entre ambos autores se explica en tanto, el uno y el otro, conciben al ser humano como tal, esto es, como personas que se trazan metas, tienen preferencias, gustos y disgustos, que están satisfechos por lograr sus objetivos y afligidos por fracasar; en suma, no como máquinas ni cuerpos ni mentes, sino como seres genuinamente humanos. Y es a raíz de esta concepción del ser humano que no tiene sentido entender al otro a partir del caso propio, sino que de lo que se trata es de entender al otro a partir del otro o, al menos, poniéndose imaginativamente en su lugar.

En el caso de Wittgenstein esta concepción del ser humano es clara, en tanto, siguiendo sus reflexiones, no debo mi actitud hacia otro a la creencia de que tiene ‘estados internos’, sino que mi misma actitud hacia él (i.e. solidaridad, piedad, etc.) prueba mi creencia de que ‘tiene’ una mente, de que es como yo, de que sufre dolor, de que es un ser humano. Nagel, más oscuramente, pareciera también partir del supuesto de que no tiene sentido dudar de la humanidad de nuestros congéneres. Así, por ejemplo, escribe: “By ‘our own case’ I do not mean just ‘my own case’, but rather the mentalistic ideas that we apply unproblematically to ourself and other human beings” (Nagel: 169, nota 5). Y más adelante: “The fact that we cannot expect ever to accommodate in our language a detailed description of Martian or bat phenomenology should not lead us to dismiss as meaningless the claim that bats and Martians have experiences fully comparable in richness of detail to our own” (Ibídem 170). Así, podría sostenerse que Nagel basa sus aserciones en una postura de reconocimiento intersubjetivo entre seres en general, y entre seres humanos en particular y que, por lo tanto, su visión del ser humano no dista mucho de la de Wittgenstein. En suma, lo que estoy sugiriendo es que es esta visión del otro en tanto ser genuinamente humano la que lleva a los dos autores, por diferentes vías argumentativas, a sostener la futilidad entender al otro partiendo del propio caso.

V. REFLEXIONES SOBRE EL DOLOR

¿No podría imaginarme a mí mismo con tremendos dolores y convirtiéndome, mientras persisten, en una piedra? […] Y si esto ha sucedido, ¿en qué sentido la piedra tendrá dolores? ¿En qué sentido serán atribuibles a la piedra? ¡¿Y por qué necesita el dolor tener un portador?!
Ludwig Wittgenstein

En este apartado intentaremos arrojar una nueva mirada a las posturas filosóficas de Wittgenstein relativas al concepto de dolor, indicando algunos problemas que surgen de ellas cuando se las mira a la luz de los nuevos descubrimientos de la ciencia médica en general, y del estudio médico del dolor en particular.

Para ello, procederemos en el siguiente orden: en primer lugar, plantearemos las tesis wittgensteineanas ya analizadas reformulándolas sobre el eje del concepto de dolor; segundo, presentaremos, desde la ciencia médica, la noción multidimensional del dolor que domina la práctica médica actualmente; en fin, consideraremos las consecuencias epistemológicas que esta noción puede suscitar en las tesis wittgensteineanas del dolor en particular y de los estados mentales en general.

a. Posesión privada del dolor (una ilusión)

Wittgenstein escribe:

[..] podríamos imaginar una conexión inalámbrica entre […] dos cuerpos que hiciese que una persona tuviese dolor de cabeza cuando la otra hubiese expuesto la suya al aire frío. Se podría argüir en este caso que los dolores son míos porque los siento en mi cabeza. Pero supongamos que otra persona y yo tuviésemos en común una parte de nuestros cuerpos, digamos una mano. Imaginemos los nervios y tendones de mi brazo y los del brazo de A conectados a esta mano por una operación. Imaginemos ahora que una avispa pica el brazo. Los dos gritamos, hacemos un gesto de dolor y damos la misma descripción del dolor, etc. ¿Diremos ahora que tenemos el mismo dolor o dolores diferentes? Si en tal caso alguien dice: ‘Sentimos dolor en el mismo sitio, en el mismo cuerpo, nuestras descripciones coinciden, pero así y todo, mi dolor no puede ser el suyo’, yo supongo que se inclinará a decir como justificación: ‘porque mi dolor es mi dolor y su dolor es su dolor’. Y entonces se está haciendo un enunciado gramatical sobre la utilización de la expresión ‘el mismo dolor’. Se dice que no se quiere aplicar la expresión ‘tiene mi dolor’ o ‘ambos tenemos el mismo dolor’, y en su lugar se utilizará quizá una expresión como ‘su dolor es exactamente igual al mío’ (BB 54/ CAM 87).

Pues bien, siguiendo a Hacker, esto es confuso por tres razones distintas (Hacker 1998: 32):

En primer lugar, si se sostiene que la diferencia entre dos dolores, entre mi dolor y el dolor de otro, radica en que, en un caso, yo lo tengo, mientras que en otro caso él lo tiene, entonces ‘el poseedor es una marca definitoria del dolor’ (PR 90). Sin embargo, como dice Hacker, el poseedor del dolor no es una propiedad del dolor. Más bien, tener un dolor es una propiedad de la persona que sufre. Dos sustancias se distinguen por sus propiedades particulares, pero el dolor que tengo no se diferencia del dolor que él tiene por pertenecer a mí y no a él (Hacker 1998: 32, 33).

En segundo término,

[…] esto equivale a sostener que dos personas no pueden tener un dolor numéricamente idéntico, sino sólo uno cualitativamente idéntico. […] [Sin embargo,] [l]a distinción entre identidad numérica y cualitativa es una distinción que se aplica a objetos físicos, particulares, que ocupan espacio, pero no a cualidades, o a dolores. Si dos personas tienen un dolor agudo, palpitante, en el ojo izquierdo, entonces ambas tienen el mismo dolor -ni cualitativa ni numéricamente el mismo, simplemente el mismo- y podrían perfectamente estar sufriendo de la misma enfermedad. (Ibídem: 33)

En tercer lugar, tener un dolor no es poseer algo. Se podría objetar, conforme a la doctrina oficial, que los requisitos de identidad de estados y experiencias excluyen la transferibilidad lógica de su posesión. A esto Wittgenstein replica: el ‘poseedor’ del dolor no es una propiedad del dolor; más bien, el ‘dolor’ es una propiedad de la persona que sufre. Mi dolor no es el dolor que me pertenece, sino simplemente el dolor que tengo; pero decir que tengo dolor no es decir qué dolor tengo. El dolor que tengo no está diferenciado del dolor que usted tiene por pertenecer a mí y no a usted. Antes bien: los criterios de identidad del dolor radican en su intensidad, características fenoménicas y localización. Dos personas pueden tener, y a menudo tienen, el mismo dolor. Es engañoso, pues, concebir los dolores como particulares. Tener un dolor no es en mayor medida ‘poseer’ algo, no es poseer un tipo de objeto mental (Ibídem: 33, 34).

b. Privacidad epistémica del dolor (otra ilusión)

Como se deriva del embate wittgensteineano al dualismo cartesiano analizado más arriba, no hay tal cosa como un sentido interno, ni condiciones internas de observación que pudieran ser deficientes u óptimas. Hay algo así como observar el curso de los dolores de uno o la fluctuación de las propias emociones, pero esto es cuestión de registrar cómo uno se siente, no de observar algo mediante la percepción. Uno puede estar consciente o darse cuenta de un dolor, pero no hay diferencia entre tener un dolor y estar consciente o darse cuenta de él. Uno no puede decir: ‘Sufre un fuerte dolor, pero afortunadamente no se da cuenta de él’ o ‘Tengo un dolor, pero como no estoy consciente de él, es bastante agradable’. Darse cuenta o estar consciente de un dolor no pertenece a la categoría de la conciencia perceptual (Ibídem: 38).

c. Descripciones vs. expresiones de dolor

Los enunciados psicológicos en primera persona y tiempo presente son expresiones (Äußerungen), no descripciones de objetos y eventos en un escenario privado. La expresión verbal del dolor está injertada en la conducta expresiva natural en circunstancias de lesión. Las formas primitivas de conducta natural son antecedentes de nuestros juegos de lenguaje aprendidos. No existe algo así como una identificación no inductiva del dolor en el caso propio que pueda ser luego correlacionada inductivamente con la conducta de dolor, pues en el caso propio uno no identifica su dolor de muelas, uno lo manifiesta (Hacker 1998: 51-54).

d. El dolor del otro

Lo equivocado del dualismo cartesiano, sostiene Wittgenstein, radica en que concibe la conducta como mero movimiento corporal causado por lo interior: contracciones musculares y movimientos de los miembros y del rostro que siguen a eventos mentales y neurales. A partir de estas exterioridades, se alega, inferimos sus causas ocultas; interpretamos lo que vemos como la manifestación exterior de estados y eventos internos. Ahora bien, esta es una concepción descarriada. El dolor no está oculto tras el rostro que lo manifiesta, sino visible en él. Lo que tan engañosamente llamamos ‘lo interior’ impregna lo exterior.

Uno podría inferir que una persona tiene dolor si uno sabe que está sufriendo por artritis. Pero cuando uno observa a alguien retorciéndose presa del tormento, no infiere por sus movimientos que tiene dolor: uno ve que está sufriendo. La conducta de dolor es un criterio del estar dolorido (Ibídem: 55-59).
Debemos rechazar todo intento por explicar mi actitud y mi conducta hacia alguien que sufre mediante una ‘creencia’ acerca de su ‘estado interno’. Más bien, el orden ha de invertirse: pienso en él como sufriendo por dolor, en virtud de mi actitud hacia él, no al revés (CRC: cáp. II, 27).

e. Noción multidimensional del dolor

La aceptación preeminente del concepto cartesiano de la dicotomía mente/cuerpo en teoría del dolor, sumada al crecimiento de la medicina científica y la consecuente práctica del reduccionismo, escriben John J. Bonica y John D. Loeser*, no permitieron por mucho tiempo reconocer la naturaleza inherentemente compleja y multidimensional del dolor. Afortunadamente, recientes avances acerca de la naturaleza del dolor llevaron a apreciar su carácter multidimensional y el papel crítico de factores motivacionales, afectivos y ambientales en la determinación de la conducta de muchos pacientes con dolor crónico. Consecuentemente, comenzaron a surgir numerosos modelos conceptuales que incorporan en sus análisis estos factores. Estos modelos sugieren que las entradas nociceptivas en el tejido o en el sistema nervioso no son los únicos determinantes de la conducta individual de dolor, y que eventos motivacionales, afectivos y ambientales deben ser considerados relevantes en todos los pacientes con dolores crónicos (Bonica 1990: 561).

Un modelo que incorpora estos conceptos es el desarrollado por Loeser (figura 1). De acuerdo a este modelo, el fenómeno del dolor humano puede significativamente dividirse en cuatro dominios o categorías: nocicepción, dolor, sufrimiento y conducta de dolor.

Figura 1. Cuatro componentes en el concepto de dolor de Loeser. (Bonica 1990: 561).

La nocicepción es la detección de daño de tejido por transductores en la piel o en estructuras profundas, y la transmisión central de esta información mediante fibras A-delta y C en los nervios periféricos a través de mecanismos periféricos (Ibídem).

El dolor es la percepción y la interpretación humana de la entrada nociceptiva por las partes superiores del cerebro. El dolor puede también ser causado por daños en el sistema nervioso periférico a través de mecanismos periféricos-centrales, o por desórdenes en el sistema nervioso central mediante mecanismos centrales. La información es transferida al cerebro que la interpreta como si un tejido periférico o un órgano estuviera efectivamente dañado, cuando la lesión, en realidad, está situada en el sistema nervioso mismo (Ibídem).

El sufrimiento es la respuesta afectiva negativa al dolor o a otros eventos emocionales como el miedo, la ansiedad, la soledad o la depresión. Desafortunadamente, muchos pacientes y médicos tienden a usar el lenguaje del dolor al describir un sufrimiento de cualquier tipo, y en consecuencia muchos pacientes que manifiestan sufrimiento son evaluados como si la única causa posible fuera daño de tejido. Diagnósticos inapropiados y operaciones potencialmente dañinas suelen ser algunas de las consecuencias (Ibídem).

La conducta de dolor es lo que una persona dice o hace, o lo que no hace o no dice, que lleva al observador a inferir que el paciente está sufriendo por un estímulo nocivo. Todas las conductas de dolor son reales y cuantificables, y son la única parte de la experiencia dolorosa que puede ser apreciada cuando se describe la eficacia de un tratamiento (Ibídem).

f. Consecuencias epistemológicas

Para facilitar el análisis de las consecuencias epistemológicas que esta noción multidimensional del dolor podría traer a las posturas de Wittgenstein, es preciso recapitular y resumir, en primer término, estas posturas. De los cuatro puntos (a, b, c y d) indicados más arriba, que pretendieron someramente esquematizar las posturas wittgensteineanas relativas al dolor, podemos puntualizar las siguientes tesis:

a.

1) El poseedor del dolor no es una propiedad del dolor; más bien, tener un dolor es una propiedad de la persona que sufre.
2) No hay distinción entre identidad numérica y cualitativa en el caso del dolor. Si dos personas tienen un dolor con igual intensidad, propiedades fenoménicas y localización, entonces tienen el mismo dolor -ni cualitativamente ni numéricamente el mismo, simplemente el mismo- y podrían perfectamente estar sufriendo de la misma enfermedad.
3) Tener un dolor no es ‘poseer’ algo.

b. No hay diferencia entre tener un dolor y estar consciente o darse cuenta de él. Darse cuenta o estar consciente de un dolor no pertenece a la categoría de la conciencia perceptual.

c. No existe algo así como una identificación no inductiva del dolor en el caso propio que pueda ser luego correlacionada inductivamente con la conducta de dolor del otro, pues en el caso propio uno no identifica su dolor, uno lo manifiesta.

d. Lo que tan engañosamente llamamos ‘lo interior’ impregna lo exterior. Cuando uno observa a alguien retorciéndose presa del tormento, no infiere por sus movimientos que tiene dolor: uno ve que está sufriendo. La conducta de dolor es un criterio del estar dolorido. Pensamos en el otro como sufriendo por dolor, en virtud de nuestra actitud hacia él, no al revés.

Ahora bien, apliquemos el concepto multidimensional del dolor a estas tesis y veamos en qué medida se sostienen. En este punto procede, sin embargo, hacer una advertencia. No se trata aquí de poner a prueba las tesis wittgensteineanas relativas al dolor en particular, y a los estados mentales en general, ni mucho menos de proponer un camino filosófico alternativo a sus meditaciones. Si este fuera el caso, caeríamos en un anacronismo: estaríamos intentando socavar las posturas de un filósofo con herramientas de que él no dispuso. Antes bien: de lo que se trata es de presentar un nuevo concepto de dolor nacido de los avances de la ciencia médica en el último cuarto del siglo XX, y de emprender, como en un experimento del pensamiento, una reflexión filosófica acerca de las posibles consecuencias epistemológicas que dicho concepto podría traer, si se lo aplicase consecuentemente, a las posturas wittgensteineanas.

Pues bien, siguiendo a a.1), el poseedor del dolor no es una propiedad del dolor, no es su marca definitoria. En otros términos, la persona que sufre no imprime sobre el dolor nada que haga de ese dolor su posesión. La configuración física, fisiológica o psíquica del eventual poseedor no deja sobre el dominio de las propiedades del dolor ninguna marca. Más bien, la relación ha de invertirse: tener un dolor es una propiedad de la persona que sufre. Como correlato de esto, y teniendo en cuenta que no hay distinción entre identidad numérica y cualitativa en el caso del dolor, se sigue que (a.2)) un mismo dolor puede darse en dos personas distintas, en tanto el dolor no se define por criterios de pertenencia, por pertenecer a una u otra, sino por propiedades inherentes a su naturaleza misma: intensidad, cualidades fenoménicas y localización, etc. En fin, siguiendo el hilo del argumento, (a.3)) tener un dolor no es poseer algo, tal como se posee una moneda: mi dolor no es el dolor que me pertenece, sino simplemente el dolor que tengo.

La distinción trazada más arriba entre nocicepción y dolor puede arrojar acaso una nueva mirada sobre estas cuestiones. Desde esta perspectiva, las tesis de Wittgenstein emplean de la misma manera ‘dolor’ y ‘nocicepción’, como si se trataran de un mismo concepto5. Tener una nocicepción y tener un dolor son ambas propiedades de la persona que sufre, no hay duda de esto. Pero la negación del camino inverso parece plantear algunos problemas. En el caso de la nocicepción, no parece haber mayores dificultades: el poseedor no opera como marca definitoria de la entrada nociceptiva, en tanto se puede concebir una misma lesión de tejido en dos personas distintas, cuya información se transmite análogamente a través de los nervios periféricos de cada una (estaríamos ante un mismo fenómeno fisiológico). Sin embargo, en la aprehensión del dolor, tal como aquí lo entendemos, intervienen facultades perceptivas e interpretativas que lo invisten de cualidades específicas. La aprehensión del estimulo nociceptivo por las partes superiores del cerebro -que incluyen regiones corticales, en las que opera la consciencia- supone necesariamente un punto de vista. Esto sugiere que el dolor es siempre subjetivo y, por consiguiente, inherentemente particular a la persona que lo experimenta. Así, el dolor, a diferencia de la nocicepción, lleva impreso consigo la marca definitoria de su poseedor, en tanto es él quien le confiere de significado. Los criterios de identidad del dolor no radican, pues, únicamente en sus cualidades fenoménicas, localización o intensidad, sino también en la forma en que su poseedor lo percibe e interpreta. El poseedor del dolor, con el perdón de Wittgenstein, es, en este sentido, una propiedad fundamental del dolor.

Como correlato de esto, cuando se afirma que dos personas pueden tener, y a menudo tienen, el mismo dolor, se debería restringir el uso del término ‘dolor’ al de ‘nocicepción’. Si hablamos de dolor en el sentido estricto que aquí le asignamos, dos personas no podrán jamás experimentar el mismo dolor, pues, aunque compartan la misma entrada nociceptiva, cada una impregnará de significado a dicho estímulo dando lugar a experiencias de dolor exclusivamente distintas. Dos personas no pueden tener, estrictamente hablando, el mismo dolor; a lo sumo, podrán tener la misma experiencia nociceptiva6.

Añadamos un dato a estas reflexiones y el cuadro en apariencia sereno del que habíamos partido nos parecerá todavía más sombrío. Como dijimos cuando presentamos el modelo de dolor de Loeser, el dolor puede también ser causado por daños en el sistema nervioso periférico, o por desórdenes en el sistema nervioso central. En estos casos, la información es transferida al cerebro que la interpreta como si un determinado tejido u órgano estuviera efectivamente dañado, cuando la lesión está situada en el sistema nervioso mismo (Bonica 1990: 561). Pues bien, imaginemos que dos personas, A y B, experimentan individualmente “un dolor agudo, palpitante, en el ojo izquierdo” (Hacker 1998: 32, 33). Podríamos sin duda estar tentados a concluir que “entonces ambas tienen el mismo dolor […] y podrían perfectamente estar sufriendo de la misma enfermedad” (Ibídem: 33). Supongamos que aceptamos que la interpretación que A hace del dolor es exactamente la misma que la que hace B. En este sentido, podríamos concluir sin mayores reservas que estamos efectivamente ante un mismo dolor que se repite en dos personas distintas. A tiene el dolor de B y B tiene el dolor de A: sus dolores son intercambiables. Con todo, esto no es tan simple como parece. Como acabamos de decir, puede ser el caso que cada dolor tenga causas completamente distintas, aun cuando sus manifestaciones dolorosas fuesen las mismas. El dolor de A podría deberse a una entrada nociceptiva en el ojo izquierdo que se transmite a través de mecanismos periféricos a las partes superiores del cerebro donde es interpretada conscientemente como ‘dolor de ojo’; el dolor de B, por su parte, podría deberse ciertamente a una lesión en el sistema nervioso central -i.e. a un disfunción arterial en el cerebro- que refiere el dolor central al ojo izquierdo, dando la impresión de que se trata efectivamente de un daño en el ojo, cuando de hecho el daño se ha producido en otro lado. En este caso, y aun suponiendo que la interpretación del dolor sea exactamente la misma en ambas personas, estaríamos hablando de dos dolores completamente distintos, a pesar de que sus eventuales poseedores no reparen jamás en ello7.

Many people report pain in the absence of tissue damage or any likely pathophysiologic cause; usually this happens for psychologic reasons. There is no way to distinguish their experience from that due to tissue damage if one takes the subjective report. If they regard their experience as pain and if they report it in the same way as pain caused by tissue damage, it should be accepted as pain. (Bonica 1990: 19)

Pues bien, ¿tener un dolor es o no ‘poseer’ algo? La distinción entre nocicepción y dolor aclara nuevamente el camino. Tener nocicepción es poseer sin duda algo: es poseer un daño de tejido en la piel o en estructuras profundas, de la misma manera en que tener una gripe es poseer ciertamente un virus. Sin duda, no se trata aquí de la misma relación de pertenencia que hay entre una persona y una moneda, o entre un propietario y su automóvil; estamos evidentemente ante un caso muy especial de pertenencia. Pero, con todo, hay algo en la naturaleza de la nocicepción que hace que sea de alguien, que le ‘pertenezca’ a quien sufre de dicho estímulo. En el caso del dolor, las cosas son más complejas. El dolor, tal como aquí lo definimos, es una entidad psicológica. Como escribe Bonica, “[a]ctivity induced in the nociceptor and nociceptive pathways by a noxious stimulus is not pain, which is always a psychologic state, even though pain most often has a proximate physical cause” (Ibídem). El dolor, pues, es una entidad psicológica y, por tanto, se inscribe en la categoría de estados o procesos mentales. Esto significa que nuestra respuesta a esta cuestión dependerá en última instancia de nuestra concepción de persona, mente, cuerpo, estados mentales, etc. Si fuésemos cartesianos, entonces estaríamos dispuestos a aceptar sin reservas que tener un dolor es poseer un objeto dentro de la mente, “visible por el ojo interno”. Por otra parte, si, con Wittgenstein, aceptáramos que la mente no es un escenario interior, y que es un sinsentido hablar de cosas que están en la mente, entonces tener un dolor no es en mayor medida poseer algo, no es poseer un tipo de objeto mental: tener un dolor es simplemente tenerlo.

Pasemos al punto b.. Wittgenstein sostiene que no hay diferencia entre tener un dolor y estar consciente o darse cuenta de él. Darse cuenta o estar consciente de un dolor no pertenece a la categoría de la conciencia perceptual. Sin mayores prefacios, y a la luz de la noción de dolor que venimos tratando, ¿es lo mismo tener un dolor y ser consciente de él? ¿No es posible que A tenga dolor y que no se de cuenta de él? ¿Tendría realmente dolor si no fuera consciente de que lo tiene? ¿Hablaríamos de dolor en ese caso? La distinción entre dolor y nocicepción puede acaso ser útil para comprender mejor estas cuestiones. La definición misma de nocicepción excluye su carácter de estado de la conciencia: no estamos hablando de un tipo de estado mental. Quien tiene nocicepción no es nunca consciente de que la tiene, a pesar de que luego pueda inferirlo. Se podría decir que A es consciente de la nocicepción en tanto es consciente de su dolor. Pero ser consciente de la nocicepción implica siempre a una inferencia hecha a partir de la experiencia de dolor: de lo que se es consciente en realidad es del dolor, y no de su causa inferida. No hay tal cosa, pues, como ser consciente de la nocicepción y, por consiguiente, plantear una distinción entre tenerla y darse cuenta de ella, no tiene sentido.

Veamos ahora qué ocurre en el caso del dolor. En principio, no hay diferencia entre tener un dolor y estar consciente o darse cuenta de él. Podemos imaginar dos escenarios posibles en los cuales esto no sería así: (1) si pudiese haber tenencia de dolor sin conciencia de dolor; (2) si pudiese haber conciencia de dolor sin tenencia de dolor. Consideremos ambos escenarios por separado y veamos si son o no posibles.

Escenario 1: ¿No sería posible que alguien tuviese un dolor del que no fuera consciente? Imaginemos que A experimenta una sensación desagradable que no define en términos de dolor. Dice: ‘Siento picazón y quemazón intensos en el brazo’. Supongamos que el examen físico demuestra que A sufre de un proceso que habitualmente causa dolor. El médico, en base a este diagnóstico, aplica un tratamiento útil para casos de dolor. El tratamiento resulta efectivo y A se alivia. La explicación médica de este fenómeno es que el mecanismo neurofisiológico del prurito, la quemazón y el dolor son similares. Prurito y quemazón son variantes de menor gradación que el dolor, y A ha confundido su experiencia dolorosa con otras sensaciones displacenteras. A pesar de que tenía dolor, no lo experimentaba como tal. Pues bien, en este caso, ¿no sería acertado, o al menos plausible, decir que A tenía un dolor del que no era consciente?

Escenario 2: ¿no es posible imaginar que alguien es consciente de un dolor que no tiene? Imaginemos que B experimenta una sensación desagradable que sí define en términos de dolor. Dice: ‘Siento un dolor asfixiante en el pecho’. Supongamos que la experiencia fenoménica que A expresa en lenguaje de dolor resulta ser, a partir del examen físico y psicológico, una sensación de angustia o de tristeza. El estado de angustia de B es tal que él lo experimenta como un ‘dolor asfixiante’ con sede física en el pecho. Sin embargo, en el pecho -o en el sistema nervioso periférico o periférico-central- no hay nada que pueda causar ninguna experiencia de dolor8. ¿Tiene B dolor? Sin duda, no. Lo que tiene es sufrimiento. ¿Es consciente de un dolor? Sí, o por lo menos así lo interpreta B. ¿No sería pues acertado, o al menos plausible, decir que B es consciente de un dolor que no tiene?

¿Pero no se deberían todas estas confusiones más bien a una dificultad lingüística? Se podría decir que el hecho de que A y B no distingan qué experiencia tienen, no se debe tanto a que existe una diferencia entre experiencia de dolor y conciencia de dolor, sino a que su habilidad lingüística para distinguir las experiencias en cada caso es limitada. Sin embargo, como diría el mismo Wittgenstein, la forma en que hablamos está injertada en nuestra forma de ver el mundo. ¿Qué es después de todo la ‘conciencia de dolor’? Una habilidad lingüística de diferenciar simbólicamente experiencias de dolor. Yo soy consciente de un dolor si puedo discriminarlo en la conciencia por medio del lenguaje, poniendo en relación la experiencia de dolor de un lado y los símbolos del lenguaje de otro. Así, las maneras en que manifestamos el dolor dicen mucho acerca de las maneras en que lo experimentamos. En este sentido, A y B expresan lingüísticamente una distinción fenoménica entre experiencia de dolor y conciencia de dolor.

Así, pues, si bien la noción misma de dolor, en tanto estado mental, implica su condición consciente, podemos imaginar escenarios lógicos en los que se opera una distinción entre ‘tenencia de dolor’ y ‘conciencia de dolor’.

Ahora bien, de acuerdo a c., no existe algo así como una identificación no inductiva del dolor en el caso propio que pueda ser luego correlacionada inductivamente con la conducta de dolor del otro, pues en el caso propio uno no identifica su dolor, uno lo manifiesta. Esta concepción wittgensteineana de la manifestación -en oposición a identificación- del dolor se asocia, como vimos, a dos formas de enunciados psicológicos en primera persona y en tiempo presente. Tales enunciados, dice Wittgenstein, son expresiones (Äußerungen), no descripciones de eventos. Si alguien dice ‘Siento un dolor asfixiante en el pecho’, no está describiendo un estado de cosas ‘interno’, sino haciendo público, confesando, cómo y qué siente.

Con todo, cabe plantear una cuestión que surge del uso de los términos. El concepto ‘descripción’, para el caso del dolor, se puede entender, por lo menos, de dos formas distintas. De un lado, puede denotar ‘identificación’, es decir, la acción de circunscribir, reconocer o distinguir un evento entre otros; de otro, puede significar ‘explicación’, esto es, la acción de ilustrar, reseñar o narrar un evento. La distinción terminológica, aunque sutil, puede acaso llevar a formas de ver los enunciados de maneras completamente distintas.

Entendido como ‘identificar’, el término ‘describir’, como sostiene Wittgenstein, no se aplica ciertamente a los enunciados psicológicos en primera persona. En particular, si A dice ‘Siento un dolor en el oído izquierdo’ no está identificando su dolor entre los ‘eventos que pasan por su mente’; antes bien, está exteriorizando su sensación. Sin embargo, entendido como ‘explicar’, el concepto de describir puede traer acaso algunas complicaciones. Si B, médico especialista en dolor, que ha desarrollado una sensibilidad aguda para experimentar tanto los dolores ajenos como los propios, dice ‘Siento un dolor opresivo y transfixiante en el oído izquierdo, por momentos lancinante, acompañado por quemazón y hormigueo persistente en el esternocleidomastoideo y trapecio en la zona izquierda’, entonces estamos ante un caso harto distinto al de A. El enunciado de B sin duda no identifica el dolor, no lo distingue individualizándolo dentro de una serie de ‘eventos internos’. Sin embargo, su función tampoco se agota en manifestar el dolor. Antes bien: su enunciado describe el dolor, en tanto lo ilustra, lo narra, explora con las palabras la topografía del dolor, dando de él una genuina definición. Pues bien, este concepto de descripción del dolor da lugar, si se quiere, a una comprensión de los enunciados psicológicos en primera persona y tiempo presente muy distinta. Un enunciado de este tipo puede manifestar un dolor y, al mismo tiempo, puede describirlo. ¿Significa esto que hay algo así como un ‘ojo interno’ que permite percibir los eventos internos? Ciertamente no. Evidencia más bien que los mecanismos de aprehensión de sensaciones físicas pueden desarrollarse, y que puede alcanzarse un grado tal de habilidad sensitiva y lingüística que los enunciados psicológicos no sólo manifiesten, sino que además describan sensaciones.

Pasemos ahora a nuestro último punto. De acuerdo a d., lo que tan engañosamente llamamos ‘lo interior’ impregna lo exterior. No inferimos por que alguien tiene dolor por sus movimientos: vemos que está sufriendo. La conducta de dolor es un criterio del estar dolorido. Pensamos en el otro como sufriendo por dolor, en virtud de nuestra actitud hacia él, no al revés. Aquí conviene recordar la definición de conducta del modelo de Loeser: la conducta de dolor es lo que una persona dice o hace, o lo que no hace o no dice, que lleva al observador a inferir que el paciente está sufriendo por un estímulo nocivo. La conducta es la única parte de la experiencia dolorosa que puede ser apreciada por un observador externo. Pues bien, las diferencias entre ambas posturas son profundas. Por un lado, la conducta como criterio del estar dolorido. El dolor se manifiesta en la conducta, impregna el complejo actitudinal de la persona. No inferimos, vemos directamente el dolor. Pensamos en el otro como sufriendo por dolor, en virtud de nuestra actitud hacia él, no al revés. Por otro lado, la conducta como mero conjunto de disposiciones actitudinales, reales y cuantificables. La conducta es el efecto de una causa invisible, una correa de transmisión de información interna. Inferimos el dolor, no lo vemos.

Así, pues, la distancia entre ambos modelos es demasiado importante como para tratar de conciliarlos. El modelo de dolor de Loeser no sirve para redefinir el modelo wittgensteineano, en tanto ambos parten de concepciones diametralmente opuestas del concepto ‘dolor del otro’. En este sentido, intentar reformular a éste en términos de aquél, implicaría reemplazar totalmente uno por otro.

g. Notas

* John J. Bonica es profesor y Director Emérito del Centro Multidisciplinario del Dolor de la Universidad de Washington. Fundador y Presidente Honorario de la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor. John D. Loeser es profesor de Cirugía Neurológica y Director del Centro Multidisciplinario del Dolor de la Universidad de Washington. Jefe de la División de Neurocirugía del Hospital y Centro Médico de Ortopedia para Niños de Seatle, Washington.

(5) Una vez más, no evidencia esto un relajamiento de la atención crítica de Wittgenstein, sino más bien una imposibilidad técnica de distinguir entre dos conceptos extraños a las categorías analíticas propias de comienzos de siglo.

(6) Preferimos no ahondar en la cuestión de si hay o no una distinción entre identidad numérica y cualitativa en el caso del dolor, pues tal esfuerzo extendería demasiado nuestro análisis y no redituaría en importantes consecuencias epistemológicas, que es lo que aquí en última instancia nos interesa.

(7) La diferencia entre los dos dolores estribaría, pues, no tanto en su significado, no tanto en su interpretación individual, como en el dolor mismo. Un dolor con causa x no puede ser exactamente el mismo a uno con causa y, incluso si, en ambos dolores, la manifestación, y la posterior interpretación de cada paciente, se da de manera perfectamente idéntica. En este tipo de casos, el criterio de distinción del dolor radica en elementos del dolor mismo que no están “al alcance” de la facultad interpretativa del poseedor. A y B interpretan el dolor como si fuera el mismo, no porque efectivamente lo sea, sino porque sus respectivas facultades interpretativas son limitadas.

(8) En realidad, lo correcto sería decir que no hay nada que pueda causar ninguna experiencia de dolor detectable mediante los métodos actualmente disponibles.

VI. CONCLUSIONES

A lo largo del ensayo hemos analizado los aportes de Wittgenstein a la filosofía en general, y a la filosofía de la comunicación en particular. Sus posturas teóricas, acaso sin pretenderlo, se constituyen en contribuciones fundamentales a los supuestos sobre los que se erige toda filosofía de la comunicación actualmente.

En particular, sus disoluciones gramaticales de problemas metafísicos y su concepto ‘robusto’ de la imaginación, al promover una expansión en las esferas de las mentes y una maximización de la posibilidad de inteligibilidad mutua, sientan las bases para una genuina filosofía de la comunicación.

No habrá escapado al lector el hecho de que el último capítulo referido al dolor contradice, o al menos intenta contradecir, los primeros tres. Con todo, como ya advertimos, no fue nuestra intención refutar las consideraciones discutidas a lo largo del ensayo. Antes bien, nuestro interés radicó en arrojar una nueva mirada a los conceptos presentados en los otros capítulos a fin de examinar en qué medida resultaban compatibles con los nuevos descubrimientos médicos de que Wittgenstein no dispuso.

Sin duda que nuestras consideraciones, introducidas sin método, siguiendo los azares de la sugestión, no son suficientes para dilucidar la naturaleza del dolor y de los estados mentales. Pero, al menos, demuestran que, desde esta perspectiva, algunas nociones wittgensteinenas merecen una consideración más minuciosa.

VII. BIBLIOGRAFÍA

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