2001, una odisea del espacio o el salto de Kubrick en la simulación de mundos inefables

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Artículo publicado en Rincón Fílmico

Por Santiago Koval

Basado en la novela corta de Arthur C. Clarke, El centinela, el filme de Stanley Kubrick, 2001, una odisea del espacio, es acaso el mayor esfuerzo jamás hecho por capturar en imágenes el esplendor del inconmensurable espacio exterior. Sin duda, el mundo de 2001 ya había sido representado previamente, pero la fidelidad estética plasmada por Kubrick conduce a un nuevo nivel de posibilidad expresiva y supone, iconográficamente, un salto cualitativo en la simulación de mundos inefables. En su búsqueda de la estética perfecta, es su rigor científico –el respeto obsesivo de las leyes de la física– lo que le permite captar, como un alquimista, la llama de lo consciente, lo animado y lo inerte. Se trata, en suma, de un hito del cine de ciencia ficción, una pieza maestra que retrata, con el ojo de Dios, un universo perfecto regulado por reglas y principios, una coreografía de cuerpos celestes orquestada por el pulso armónico del Danubio Azul.

Sin embargo, en 2001, Kubrick excede con creces esta primera capa de sentido y despliega a lo largo del filme un argumento tan ambicioso como inabarcable: la larga evolución de la inteligencia humana. El viaje por las etapas de la humanidad repasa, subrepticiamente, tópicos de la filosofía universal, como la inteligencia, la conciencia, la muerte, la soledad, la evolución, la inmortalidad y la misma condición humana. Representa, así, en 141 minutos, un viaje hipnótico a lo largo de la historia del hombre, una parábola de la existencia, una búsqueda de respuestas a cuestiones universales que nos acechan como seres conscientes.

El filme está divido en tres grandes períodos. En una primera etapa arcaica, dominada por el silencio y los gritos guturales, un grupo de homínidos prehistóricos encuentra en el amanecer de su existencia un monolito oscuro de varios metros de altura. Este bloque será una puerta a otra dimensión, un influjo electromagnético nacido en los confines del universo, que dará lugar al primer rasgo de la humanidad: el descubrimiento de la herramienta. Este salto en la conciencia representa un triunfo ante la naturaleza, el inicio de la era del homo sapiens como especie dominante: un simio antropomorfo que ha logrado comprender que puede usar para su provecho los recursos que le rodean. El amanecer del hombre terminará con la mayor elipsis de la historia del cine, un salto de 4 millones de años que comunica al hueso elevado por el aire, primera herramienta y arma de combate, con el satélite orbitando la esfera terrestre en el futuro año de 1999, símbolo del triunfo del ser humano en su carrera por la conquista de lo natural. Previamente, cabe decirlo, Kubrick nos ha hecho presenciar el primer asesinato en la historia del hombre.

La instancia que transcurre en el año 2001 será la apoteosis de la inteligencia: la conquista del espacio, la perfección técnica de la nave Júpiter y la presencia ubicua del ojo electrónico más aclamado de la cinematografía: HAL 9000, entidad mecánica dotada de inteligencia artificial, máxima expresión de la capacidad creativa del hombre. La maestría del autor no tardará en presentarnos un escollo en el funcionamiento perfecto de HAL, que, encerrado en la contradicción que le representa mentir, deberá tomar la decisión moral de asesinar uno a uno a los tripulantes de la nave, potenciales amenazas a la misión que le ha sido asignada. Así, Kubrick, no inocentemente, decidirá mostrar un HAL carnal y humanizado, cuya muerte (la desmantelación de sus circuitos integrados) quedará presentada como más humana que la de los propios humanos. Este suceso pondrá en evidencia para Bowman, único tripulante que ha logrado sobrevivir, el verdadero objetivo de la misión: investigar el origen de la señal emitida por el monolito TMA-1 en un punto cercano a las lunas de Júpiter.

La tercera y última parte (Júpiter y más allá del infinito) será un viaje alucinógeno por el interior de un agujero de gusanos, un paisaje de luces y colores retratados a enorme velocidad. El contacto de Bowman con el monolito extraterrestre ha significado para él un nuevo salto de inteligencia, la elevación mística de un espíritu que ha trascendido su cuerpo carnal, un cuerpo que ha quedado desahuciado en la cama mortuoria de una habitación aséptica, blanca y plagada de espejos. La escena final no dejará dudas de que el nuevo hombre, el Übermensch desprendido de las entrañas de su obsoleta naturaleza, ha nacido y flota ahora reluciente, resguardado por una bolsa amniótica poshumana, por los confines de la Tierra. Así habló Zaratustra.

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