Construyendo un androide: jugando a ser Dios

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La construcción de androides (seres artificiales idénticos a humanos) forma parte de la propensión natural del hombre a recrear y representar la realidad natural por medio de símbolos artificiales, que se remonta a los bisontes del hombre primitivo y se extiende hasta las modernas técnicas de realidad virtual del hombre posmoderno. Con el desarrollo de la cultura icónica en la civilización occidental a partir del siglo XVIII, esta tendencia a representar lo real se consolidó con una intensa producción de figuras e imágenes destinadas a ser experimentadas como más reales que lo real mismo, en una inclinación hacia una representación realista, verista y naturalista de las cosas. El antropomorfismo, como instancia particular de esta tendencia más general, se vio beneficiado, a partir de este siglo, por la preferencia de la representación realista de las figuras e imágenes destinadas, en su máxima expresión, a reemplazar al objeto representado. Ahora bien, ¿de dónde viene esa pulsión por crear androides y máquinas humanas?

Se podría pensar, de algún modo, que el antropomorfismo en la construcción de seres artificiales simplifica la tarea: es más fácil armar un ser absolutamente funcional si se parte de un modelo de funcionamiento perfecto, como el ser humano. El ingeniero que busca recrear en el artefacto mecánico la compleja dinámica del organismo humano, tiene a su disposición un modelo de arquitectura y estructura cibernética insuperable, producto de millones de años de evolución biológica, que le sirve de arquetipo en funciones y apariencias, y que le revela en todo momento las directrices fundamentales que deberá respetar a fin de tener éxito en su diseño artificial.

En este sentido, la cibernética, ciencia teórica del control y la comunicación en máquinas y animales nacida de la combinación de las matemáticas y la neurofisiología, ha colaborado desde sus inicios, en 1948, a formular analogías operativas y funcionales entre hombres y artificios: de acuerdo con la teoría cibernética, el funcionamiento de los seres vivos y el de las máquinas (en particular el de los modernos ordenadores electrónicos) son análogos y paralelos en sus tentativas de regular la entropía mediante la retroalimentación. Norbert Wiener encontró así una analogía operativa fundamental entre el funcionamiento general de los seres humanos y el de las máquinas, basada en el hecho de que ambos sistemas operan como enclavados locales de entropía negativa, con tendencia temporal creciente hacia mayores niveles de organización.

De uno u otro modo, siguiendo a Wiener, si la propagación de la especie puede interpretarse como una función según la cual un ser vivo crea otro a su propia imagen, análogamente, la producción de artificios debiera interpretarse, en particular a partir del siglo XVIII, como una función por medio de la cual un ser humano crea a su imagen y semejanza un ser artificial.

Autómatas antropomorfos inteligentes

En la tendencia histórica constante de imitar al ser humano pueden advertirse dos caminos separados pero vinculados estrechamente: la mimesis corporal o física (reproducción de las configuraciones del cuerpo) y la mimesis mental o cerebral (imitación de los mecanismos lógicos y fisiológicos del cerebro). El origen de la mimesis del cuerpo es considerablemente anterior a la del cerebro, siendo la primera, causa y efecto, en parte, de la Primera Revolución Industrial y la segunda, de la llamada Revolución Industrial Moderna. Filósofos y escritores del talante de Platón, Tiziano, Leonardo da Vinci, René Descartes, Francis Bacon, Michel de Montaigne, Julien-Offray de la Mettrie, Tomás de Aquino y otros tantos pensadores de la Antigüedad y la Modernidad, han contribuido, desde los conceptos y desde la práctica, a definir y promover la mimesis corporal o física del ser humano. Y filósofos y escritores algo más recientes, de la talla de Gottfried Wilhelm Leibnitz, (nuevamente) René Descartes, Ludwig Wittgenstein, Bertrand Russell, Norbert Wiener, Claude Shanon, Alan Turing, John Von Neumann, Charles Babbage y otros muchos pensadores y científicos de la Modernidad y Posmodernidad constituyen y promueven el universo teórico-práctico de lo que aquí llamamos mimesis mental.

Un sistema de inteligencia artificial es actualmente el mayor exponente de la mimesis del cerebro. Se trata de una máquina compleja compuesta, por lo general, por un código de programación (software) combinado con un soporte o sustrato físico (hardware), que emula algunas funciones y operaciones lógicas del cerebro y que cuenta con interfaces de entrada y salida de información que le permiten interactuar con su entorno (interfaces de retroalimentación). Las experiencias que genera el sistema en esta interacción se acumulan de forma organizada en su memoria, lo que le permite generalizar leyes o patrones de funcionamiento a partir de casos particulares y reaccionar ante diversas situaciones de forma funcional y coherente. Por medio de la interacción con el entorno, el sistema de IA construye progresivamente un modelo de sí mismo y del mundo que lo rodea, y aprende a controlar y manipular las variables de su realidad contextual. Con el tiempo, su red informática incorpora cada vez más experiencias y patrones de comportamiento, y mejora, merced a ello, su capacidad de interacción.

Estos conjuntos artificiales cuentan normalmente con un objetivo principal y suelen reproducir a la perfección un aspecto particular y acotado del cerebro humano, destacándose en una rama específica de funcionamiento: son los llamados sistemas expertos. Por ejemplo, Deep Blue, desarrollado por IBM, es experto en ajedrez y ha desafiado y vencido a los más importantes grandes maestros de la actualidad. Asimismo, Alan, desarrollado por AI Research, es un chatterbot o chatbot (agente experto en conversación) que se encuentra disponible en Internet a fin de demostrar las limitaciones actuales en tecnología conversacional.

Mayormente, los sistemas de IA basan su funcionamiento en la información que reciben y procesan del exterior. De ahí que deban contar con alguna clase de sensores, miembros efectores, órganos de percepción y una estructura o esqueleto físico externo de determinada complexión y funcionamiento, que son tomados, por lo general, del modelo operativo y estético del cuerpo humano (mimesis corporal). La antigua tradición de desarrollo de autómatas antropomorfos promovida desde hace siglos por el pensamiento mítico y científico, y enraizada materialmente desde la Revolución Industrial, ofrece a este respecto un conjunto enorme de alternativas en diversos soportes físicos y pone al servicio de la inteligencia artificial una amplia variedad de modelos corporales de naturaleza humanoide.

De este modo, mientras que la mimesis del cerebro encuentra su máxima expresión en la inteligencia artificial y la mimesis del cuerpo, en el autómata antropomorfo, ambos caminos de desarrollo tecnológico se estrechan la mano en el nacimiento conjunto del autómata antropomorfo inteligente (AAI): máquina compleja dotada de poder de cálculo y cierta facultad intelectiva, provista de un cuerpo o estructura física artificial antropomorfa, y capaz de interactuar con el entorno con determinado nivel de autonomía.

Los AAI encuentran su mayor expresión en los robots autómatas antropomorfos, que han sido presentados en los últimos tiempos en los centros de investigación más importantes del mundo: Asimo, de la empresa Honda, es un pequeño androide de 120 cm de altura y 43 kg de peso, capaz de correr, subir escaleras, reconocer a personas y gestos, y calcular distancias y el sentido de desplazamiento de varios objetos; Cog, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), aprende de sus errores y se adapta al entorno por medio de interfaces de entrada y salida de información; Kismet, también fabricado por el MIT, se vincula física y afectivamente con seres humanos, y logra establecer una interacción comprensible con ellos, reconociendo y reproduciendo las respuestas expresivas de sus interlocutores; Qrio, desarrollado por Sony, es capaz de desplazarse sobre superficies irregulares por medio de sensores implantados en sus pies, cuenta con sentido del equilibrio y detecta fuerzas externas por medio de sensores de presión, además de disponer de siete micrófonos y dos cámaras que le permiten reconocer voces y rostros, y puede también mantener conversaciones con sus interlocutores, con un registro de lenguaje provisto de más de veinte mil palabras; Wakamaru, diseñado por Mitsubishi, interactúa con seres humanos por medio de lenguaje verbal y gestual, tiene capacidad de aprendizaje y reconocimiento de voz y facial de sus interlocutores, produce conversaciones de forma espontánea, recarga su batería de forma autónoma y está continuamente conectado a Internet, lo cual le permite actualizar su software de forma periódica.

Aunque limitados aún en nivel de complejidad y antropomorfismo, estos seres constituyen, con todo, máquinas antropoides que cumplen funciones decididamente humanas y que han comenzado a poblar progresivamente el imaginario cultural, no solo en el campo de la ciencia ficción, sino también, y cada vez con mayor fuerza, en el ámbito científico-académico de los centros de investigación más reconocidos del planeta.

Modernos autómatas antropomorfos inteligentes: el androide

A raíz del enorme avance tecnológico experimentado desde la década de 1990, expresado en particular en la convergencia material y conceptual entre biología, electrónica e informática, tecnologías orientadas a la «descodificación, manipulación y eventual reprogramación de los códigos de información de la materia viviente», se ha comenzado a plantear últimamente uno de los mayores problemas que trae consigo el desarrollo tecnológico moderno. Esto es: la cuestión filosófica y moral que se presenta cuando los productos creados por el hombre, cristalizados por lo general en la forma de tecnología y cultura, empiezan a parecérsele demasiado, y comienza por ello a hacerse borrosa la línea divisoria entre sujeto creador y objeto creado. En los últimos tiempos, las nuevas interfaces del hombre con los productos de su propia tecnología han comenzado a poner en tela de juicio las fronteras originales entre lo natural y lo artificial, y postulan, merced a ello, un nuevo paradigma de definiciones de los conceptos tradicionales de tecnología y ser humano.

La tendencia actual en el desarrollo científico de autómatas antropomorfos inteligentes pareciera, en efecto, apuntar a la combinación de elementos mecánicos y elementos biológicos en un único sistema de naturaleza mixta, con una interfaz cada vez más extensa y sincrética entre lo tecnológico y lo natural. En 1998, por ejemplo, un grupo de científicos israelíes logró construir un circuito eléctrico formado por moléculas biológicas individuales, lo que constituye el primer paso hacia el surgimiento de un transistor de proteínas que podría reemplazar, dentro de pocos años, al silicio en ordenadores biomoleculares. De ahí que el teórico Freeman Dyson no dude en afirmar que «la máquina autoreproductiva [del futuro] estará hecha tanto de genes como de enzimas, mientras que el cerebro o los músculos de la ingeniería genética también tendrán circuitos integrados y motores eléctricos».

El uso de materiales biológicos en el diseño informático, tanto en el uso de hardware (microprocesadores de proteínas) como en el uso de software (analogías operativas con el cerebro humano), ha formado parte fundamental del desarrollo tecnológico de los últimos años, orientado, entre otras cosas, a la creación de vida e inteligencia artificiales. Como se pregunta Reg Whitaker, «[e]l silicio es mejor en el almacenamiento y recuperación de información, así como en los procesos de cálculo, mientras que el cerebro humano es más adecuado en el reconocimiento de estructuras y patrones: ¿por qué no investigar si pueden trabajar juntos, produciendo entonces un cerebro “biónico”, capaz de combinar lo mejor de la inteligencia cuantitativa y cualitativa?».

Con el advenimiento, pues, en los últimos años, de las Tecnologías de la Información y la Comunicación, las fronteras entre lo biológico y lo artificial han empezado lentamente a diluirse, y se ha comenzado a postular, a raíz de ello, una nueva ontología que reconoce a lo orgánico como parte del ser mecánico. Se trata, en suma, de seres tecnológicos de naturaleza mixta, a mitad de camino entre biología natural y tecnología cultural,  hechos literalmente de máquina y humano, de carne y metal, de carbono y silicio, de genes y código binario.

La carrera creciente hacia mayores niveles de mimesis corporal y mental en el desarrollo de AAI ha encontrado, así, en la combinación molecular entre tecnología y biología un factor intensificador fundamental, que acelera notablemente el camino hacia la perfecta reproducción del ser humano. Las TIC sitúan, de este modo, a los modernos autómatas en un lugar especial, bien distinto del de los intentos demiúrgicos que les precedieron: los AAI de la actualidad son más reales, más perfectos y más verdaderos, que en cualquier otro punto de la historia de la humanidad.

Los modernos autómatas antropomorfos inteligentes(MAAI) son, pues, los AAI mejorados merced a la utilización de las TIC que, en conjunto o por separado, permiten una elaboración del detalle mimético en sus más finas expresiones. Los MAAI encuentran su máxima expresión en el androide. La palabra androide se forma con la combinación de las voces griegas andro (hombre) y eides (forma). Etimológicamente, androide se refiere solo a la fisonomía masculina; a los robots humanoides de apariencia femenina se les suele llamar ginoides. Se trata de un ser artificial detalladamente diseñado por medio de estas tecnologías, que incorpora en su interior elementos biológicos y elementos mecánicos asimilados a nivel nanométrico, y cuya apariencia exterior y funcionamiento general lo convierten en casi indistinguible del modelo humano.

Esta posibilidad tecnológica constituye, en sí misma, una singularidad tecnológica, basada en la idea de que llegado cierto punto del aumento cuantitativo de elementos que permiten mayores grados de definición mimética (tanto respecto de la capacidad mental como de la composición física) los AAI devienen, por conversión cualitativa, androides, entidades idénticas, en todos los aspectos de su naturaleza, a los seres humanos que emulan.

La ley de Moore

Gordon Moore, fundador de Intel, y uno de los inventores de los circuitos integrados, postuló a mitad del siglo XX una ley conocida como ley de Moore, modificada en 1975, que sostiene que el número de elementos activos (transistores) que se pueden instalar en un centímetro cuadrado de circuitos integrados se duplica cada doce meses. En la versión modificada, Moore constató que se necesitan en realidad dos años, y no uno, para duplicar el número de transistores por unidad de superficie. Lo cierto es que las cifras son notables, teniendo en cuenta que esto significa, básicamente, que la capacidad de cálculo de las máquinas aumenta en progresión geométrica en muy breves períodos de tiempo.

Mientras que el primer procesador o microchip de 1971, el Intel 4040, tenía 2300 transistores, el procesador de los actuales ordenadores personales de cuatro núcleos cuenta casi con 800 millones (un incremento de casi 36 millones por ciento en menos de cuarenta años). La velocidad de operación se ha incrementado de 4,77 megahertz en un chip conocido como 8080, presentado en 1974, hasta 3,2 gigahertz en los microprocesadores que se encuentran en la última generación de computadoras, lo que significa que los procesadores actuales son algo así como setecientas veces más rápidos. El primer procesador, el 4040, era capaz de realizar sesenta mil operaciones por segundo, siendo una operación un trabajo simple como sumar dos números de dos dígitos. En los últimos años, la capacidad de proceso de los chips, medida en MIPS (millones de instrucciones por segundo), creció desde 1 hasta 10 y 100 MIPS en los años noventa y ronda actualmente los 1000 MIPS. Las previsiones para mediados del siglo XXI ubican las capacidades de cómputo en el orden de 1 000 000 de MIPS.


Desde un punto de vista fisiológico, se estima que un cerebro humano contiene entre diez mil millones y cien mil millones de neuronas. Determinar la capacidad neuronal de una computadora es un poco problemático. Con las proyecciones y cálculos actuales, se considera que oscilan entre cincuenta mil y veinte millones de neuronas. Esto significa que tenemos de 1/500 000 a 1/500 de capacidad cerebral en nuestras computadoras actuales. Por la ley de Moore, pues, el surgimiento de computadoras igual de potentes en capacidad de cálculo al cerebro humano se calcula entre 2019 y 2034.

En 1999, Raymond Kurzweil y Hans Moravec lanzaron de forma independiente dos libros académica y científicamente respetados que sostienen que, por la ley de Moore, en el próximo siglo nuestra propia tecnología computacional nos sobrepasará en intelecto y capacidad emocional. Las computadoras, sostienen, se volverán no solo más creativas, sino más profundamente emotivas y usurparán por lo tanto nuestro lugar privilegiado como producto más elevado de la evolución. En consonancia con la tesis de la inteligencia artificial dura, en los próximos años aparecerán progresivamente generaciones de robots universales y máquinas o androides emocionales cada vez más inteligentes y espirituales que sobrepasarán, poco a poco, al cerebro y a la mente humana.

A pesar de que los ordenadores actuales son todavía cien mil o doscientas mil veces más débiles que el cerebro humano, según Moravec y Kurzweil, el objetivo no es imposiblemente lejano. El camino recorrido por las computadoras en las últimas décadas, y la consecuente proyección para las próximas, parece indicar que en no mucho tiempo será posible construir una máquina automática con las capacidades intelectuales de un hombre. A mediados del siglo XXI, con computadoras que ejecuten no menos de cien billones de instrucciones por segundo, se podrán construir androides con las mismas capacidades de percepción, cognición y razonamiento que poseen los seres humanos.

El Argumento del Fin del Mundo

El éxito comercial y civil de los primeros androides y máquinas automáticas, indican Kurzweil y Moravec, provocará feroces competencias y acelerará las inversiones en infraestructura, ingeniería e investigación. Nuevas aplicaciones expandirán el mercado y traerán ulteriores avances, cuando los androides adquieran mayor precisión, memoria, fuerza, flexibilidad, habilidades y poder de procesamiento. Quizá para el año 2020, este proceso habrá producido los primeros robots universales, grandes como un ser humano y con mentes de una lagartija (10 000 MIPS), que podrán ser programados para casi cualquier tarea simple.

La primera generación de androides o robots universales tendrá la capacidad de cálculo de un reptil y manejará solo contingencias cubiertas explícitamente en su programación. Una segunda generación, de 300 000 MIPS, con una capacidad similar a la de un ratón, se adaptará al entorno y podrá ser entrenada. Una tercera generación, de 10 000 000 de MIPS, contará con un nivel de cálculo similar al de un mono y podrá aprender rápidamente por medio de modelos de simulación de factores físicos, culturales y psicológicos. Finalmente, producto de la combinación de sofisticados programas de razonamiento y máquinas de tercera generación, una cuarta generación de androides de 300 000 000 de MIPS presentará una capacidad similar a la de un ser humano adulto y será capaz de desarrollar pensamiento abstracto y generalización. Estos programas de razonamiento, mucho más complejos que los actuales sistemas expertos, apropiadamente educados, permitirán que los androides resultantes sean intelectual y emocionalmente extraordinarios.

El camino recorrido por la inteligencia artificial reproduce la evolución de la inteligencia humana a una tasa de velocidad diez millones de veces mayor, lo que sugiere, por proyección, que la inteligencia de los robots universales superará a la nuestra antes de mitad de siglo XXI. En este caso, robots científicos, producidos masivamente y completamente educados, trabajadores diligentes y baratos, asegurarán que la mayor parte de la ciencia conocida en 2050 haya sido descubierta por nuestra progenie artificial.

En esta línea de especulaciones prospectivas, e indagando acerca de las consecuencias que podría traer a la humanidad la llegada de este tipo de seres artificiales, el científico e investigador  Bill Joy presentó en un polémico artículo llamado «¿Por qué el futuro no nos necesita?», publicado en abril de 2000 en la conocida revista norteamericana Wired Magazine, los posibles escenarios que surgirán a raíz de la llegada de los MAAI proyectados por Kurzweil y Moravec. En el primer escenario, sostiene Joy, las máquinas se independizan de los hombres y dejan a estos a merced de aquellas: el ser humano habrá llegado a tal punto de dependencia con las máquinas que no habrá más posibilidad que aceptar sus decisiones. Conforme las máquinas sean cada vez más inteligentes, serán más dueñas de las resoluciones del hombre, y esto por el simple hecho de que sus cálculos o sentencias traerán mejores resultados. Llegará, pues, un momento en el que las decisiones necesarias para la permanencia del sistema serán demasiado complejas para la inteligencia humana. El dominio total de las máquinas será inminente: los hombres no las apagarán, pues esto implicaría un suicidio. En el segundo escenario, menos apocalíptico, las máquinas seguirán siendo, pese a su inteligencia, controladas y subordinadas a las determinaciones humanas.

Las especies biológicas, continúa Joy, casi nunca sobreviven a encuentros con competidores superiores. En el siglo XXI, las industrias robóticas competirán por materia, energía y espacio, lo que llevará sus precios a valores inalcanzables para los seres humanos. Para el año 2030, seremos capaces de construir en cantidad máquinas un millón de veces más poderosas que las actuales computadoras personales, con poder suficiente para implementar los sueños de Kurzweil y Moravec. Esto, sumado a los avances científicos en biotecnología, desatará un enorme poder de transformación que permitirá rediseñar el mundo, para bien o para mal. Los procesos evolutivos que estuvieron siempre confinados al mundo natural están, así, a punto de pasar a manos de los seres humanos. Este es el primer momento en la historia de nuestro planeta, concluye Joy, en el que una especie, por sus acciones voluntarias, se ha convertido en peligrosa para sí misma.

El Argumento del Fin del Mundo (Doomsday Argument), postulado por autores como Bill Joy y Thomas Sturm respecto de las consecuencias que traerá, o podría traer, en un futuro cercano, el enorme desarrollo tecnológico, resulta precisamente de la llegada de una singularidad tecnológica expresada en la emergencia de los androides antropomorfos inteligentes («robots universales» de Moravec, y «máquinas emocionales» de Kurzweil), entidades que nacen de la combinación explosiva del conjunto de Tecnologías de la Información y la Comunicación (que dan lugar a un aumento geométrico en la capacidad de cálculo y permiten una elaboración nanométrica de seres artificiales mitad máquina, mitad organismo).

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