¿Soy un tecnozombi?

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Composición digital realizada por el artista Miguel Ángel Hernández, de la Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia.

La composición “Tecnozombi” describe la imagen de un ser andrógino que lleva en su corporeidad fuertes marcas de un uso inmensurable de la tecnología. Ser humano corroído que ha atravesado, irreversiblemente, las barreras entre lo orgánico y lo artificial, entre la vida y la muerte. Cuerpo obsoleto, oxidado. Sin vida, como refiere su mirada. Mirada de ojos ciegos; mirada sin rostro, ajena, blanca y perdida; mirada ausente, disuelta en flujos de información. Sin embargo, ser que encarna vestigios de lo vivo en el fondo de su cáscara de carnalidad. Heridas de color piel-óxido que reflejan la decadencia, la putrefacción, la descomposición de la materia; solo superadas, hasta cierto punto, por su integración al factor tecnológico; por la fusión cuerpo-máquina; por el encuentro entre carne y metal. Una figura fantasmal aparece en primer plano para simbolizar el traspaso de la conciencia a un plano no-físico y, a su vez, para representar la multiplicidad de identidades inherente al campo de lo virtual. Una segunda figura, también fantasmal, asoma en el fondo de la imagen para confirmar, por fin, el deterioro residual del ser invadido por la técnica.

 Miguel Ángel Hernández

¿Soy un tecnozombi?

Por Santiago Koval.

Ahora mismo, sentado frente a mi escritorio junto a un café que humea con sus últimas fuerzas, escribo estas líneas en mi ordenador, tenuemente iluminado por una pantalla hecha de cristal, silicio y sueños de Modernidad tardía. Mientras tanto, a medida que hundo mis dedos sobre el teclado, no puedo evitar recordar la prematura intuición que tuvo a principios del siglo XX el artista y teórico del arte Paul Klee, cuando anotó en sus Diarios, de su puño y letra, que «ahora los objetos me perciben». Es a partir de esta clarividencia, precisamente, que Paul Virilio reconocería la posibilidad técnica de una «visión sin mirada»: el ojo mecánico de la tecnociencia, tan lúcidamente reflejado por el cine en el Alpha 60 de Alphaville (1965), en el HAL 9000 de 2001: Una odisea del espacio (1968) y en el Gran Hermano de 1984 (1984). Y así, por un momento, con la mirada fija en la pantalla, tengo la extraña sensación de estar siendo observado.

Tranquilo. Mi máquina es solo eso: una máquina. Y la sociedad de la vigilancia sigue siendo una especulación conspirativa. Además, es sabido que desde que hubo pensamiento mítico, nosotros, los humanos, hemos padecido un poco ese Complejo de Frankenstein: el miedo a que nuestras criaturas se nos rebelen. Porque como se lee en el Antiguo Testamento: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó» (GÉNESIS 1:27); así también el hombre ha querido ser él mismo un demiurgo. Y así hemos perseguido desde la Antigüedad el sueño de invertir, mediante el uso de la técnica, el mito de la creación: una criatura fabricada a imagen del hombre, fragmento de su costillar y hecha del polvo de la Tierra, que insuflada de vida por el soplo divino despierta a la conciencia y desafía los límites prescritos por sus propios creadores.

Al respecto, claro, hay filmografía de sobra: El Golem (1920), Metrópolis (1926), Frankenstein (1931) y, más cerca nuestro, Blade Runner (1982), Terminator (1984), Matrix (1999) y Yo, robot (2004), entre otras. Parábolas del cine que actualizan durante los siglos XX y XXI una ficción distópica milenaria: el terror (ancestral, primitivo, pulsional) a que la criatura se vuelva contraria a nuestros mandatos y decida, por cuenta propia, disputar a la humanidad la supremacía sobre la Tierra.

Pero vayamos por partes. Porque mientras que escribo estas palabras, el mundo es todavía mundo, y allí fuera, cuanto menos, queda algo de esperanza. Así, para mi tranquilidad –la de todos–, a la visión apocalíptica de máquinas sublevadas se antepone la idea del robot (del checo, robota), que viene a significar servidumbre, trabajo forzado o esclavo; y existe entonces, también, el sueño de que nuestras criaturas satisfagan nuestros más profundos deseos. De esta suerte, nuestros ordenadores, que tienen bastante de robots, vendrían a ser unos esclavos mecánicos, dóciles e infatigables, que han sido dispuestos por la gracia de la razón técnica a nuestra caprichosa merced. Sirven a esta idea figuras como las de Cortocircuito (1986), El hombre bicentenario (1999) o Inteligencia artificial (2001) y, mucho antes, El misterioso doctor Satanás (1940) o Planeta prohibido (1956), metáforas todas de la sujeción incondicional de nuestra descendencia robótica.

Así las cosas, iluminado como estoy por el haz de luz que emana desde su tenue pantalla, mi ordenador pareciera ser una de dos cosas: algo superior –un dios– que impone orden a mi mundo, que me observa, me controla y me domina; o algo inferior –una criatura– que cumple a rajatabla mis deseos, y que entonces yo observo, yo controlo y yo domino.

Como sea, mi café dejó de humear hace rato o terminé bebiéndolo mientras que recuperaba estas etimologías y repasaba, de uno a otro lado, los imaginarios que convergen en esto que hemos dado en llamar ordenador o computadora personal. Entretanto, continúo con la mente inmersa en el haz de sus representaciones. Porque es claro que lo que interesa a mis efectos, ahora mismo, sentado frente a mi escritorio, es lo que hay dentro de su pantalla. Ya no sé –he perdido las referencias– si mi ordenador me observa, me controla o me domina, o bien si yo, todopoderoso, hago lo propio por la gracia de mi razón humana. Desconozco también si mi ordenador hace las veces de dios o de criatura; de hecho, ya no interesa. Lo que sí interesa –acaso, lo único que pareciera importar últimamente– es que para que se dé entre mi ordenador y yo una relación, para que pueda sumergirme en el contenido de sus simulaciones y podamos, a mitad de camino, interactuar a través de unas interfaces, yo tengo que tener un poco de máquina, y él, un poco de humano.

Las máquinas –eso lo tenemos claro– han de generar empatía. Porque sin empatía, no hay tecnología posible. De manera que, por la gracia de un diseño empático (ergonomía, según lo llaman), desde uno de sus laterales, a modo de cordón umbilical, nace un cable que deriva en unos auriculares que envuelven mis oídos. Así, no solo mi visión está atrapada por el artefacto, sino también mi audición; y como resultado de ello, dos de mis sentidos –los más racionales, por cierto– se diluyen en flujos de información.

A todo esto –el estímulo nunca es suficiente–, sobre mi escritorio descansa mi teléfono móvil, nuevo objeto de culto que se ha vuelto, tan de repente, una cosa «inteligente». De modo que, de tanto en tanto, atraído por una lucecita roja que destella desde su carcasa, alejo la mirada de mi ordenador, desenfundo con mis manos el pequeño artefacto y, amparándolo a mi regazo con una dulzura paternal, deslizo mis dedos por su pantalla cristalina. Y allí me quedo –entumecido, encandilado, narcotizado–, inundado por sus haces de luz, preso de una fascinación tal que en las sociedades primitivas, e incluso en la nuestra, está reservada a los tótems, a las reliquias o a los íconos religiosos.

Es que claro –es justo admitirlo–, hay algo de fetichismo en todo esto. Hay una cosa mágica y arcana que fascina en el destello de las pantallas. Algo que conmueve e interpela; que reclama el hilo de la mirada. Y estando así, rodeado por mis tecnotótems, con mis sentidos anclados a sus representaciones, yo desaparezco un poco de mi entorno. Ya no importan los temores apocalípticos, las fascinaciones bíblicas o los anhelos demiúrgicos que nos llegan a través de historias de ensueño. Tampoco interesa que los objetos me perciban desde sus inexpresivas miradas electrónicas. Lo único cierto, lo único real, abrazado como estoy a mis fetiches de la tecnociencia, es que mis brazos, mis piernas, mis órganos, mi sed, mi hambre, mis dedos sobre el teclado, mis ojos híperestimulados y mis oídos híperenvueltos; en suma, la too solid flesh de que estoy hecho se evapora.

Porque si algo he de disolver para ingresar en los antiespacios de la virtualidad, ha de ser el propio cuerpo. Si algo he de evaporar a fin de atravesar la cuarta pared del teatro electrónico, ha de ser la sólida materia de la que estoy hecho. ¿Hacen falta la carne y los huesos, los músculos y tendones, la sangre y los nervios para recorrer las superautopistas del etéreo cibermundo? Así que me hundo, me diluyo, me desgajo, me hago río en los canales de información de estos singulares artefactos que tengo delante de mí, o alrededor de mí, ¿o dentro de mí? Ya no me importa si pierdo en todo esto algo de carne; porque ahí dentro no soy cuerpo; porque ahí dentro soy, más bien, un yo incorpóreo.

Pero entonces –no puedo evitarlo–, me asalta una pregunta que no alcanzo a responder con facilidad: ¿qué pasa con el cuerpo que queda detrás? Cuando me sumerjo en los haces de luz; cuando recorro con mi mente los interminables mensajes de mi teléfono móvil; cuando rodeo mis oídos con unos auriculares envolventes o cuando escribo, como en este preciso momento, estas mismas palabras sobre una pantalla de cristal, ¿qué ocurre con esa cáscara de materia que dejo allí sentada, abandonada frente a unas pantallas, un escritorio y una taza de café?

Casi enseguida, me asalta otra pregunta que puede ser, acaso, un principio de respuesta: cuando franqueo con mi mente la vaporosa «nube» del ciberespacio, ¿no estaré dejando detrás de mí, detrás de todo, un cuerpo zombi? ¿No me estaré convirtiendo, atravesado como estoy por mis fetiches técnicos, en un tecnozombi?

Claro, un zombi. De esos que abundan en el cine Clase B. Esos que caminan por terrenos desolados como cuerpos inertes hambrientos de cerebros humanos. Los no-muertos que Edgar Alan Poe retrató en La caída de la Casa Usher (1839) y Ambrose Bierce, en La muerte de Halpin Frayser (1893). Esos que La noche de los muertos vivientes (1968), de George Romero, instaló para siempre en el imaginario contemporáneo: muertos resucitados de sus tumbas que por algún extraño motivo despiertan y van a los tumbos por campos desiertos en busca de víctimas que sacien su sed antropofágica.

Un momento. Yo no intento hacerme del cerebro de nadie. Y no ando a duras penas dando unos alaridos guturales mientras que me paseo con los brazos en alto por un cementerio de Pensilvania. Entonces, ¿por qué digo, más allá del sabor de la provocación, que soy un zombi? Y si lo fuera, ¿qué clase de zombi sería?

Vamos a ver. En el verdadero fondo, más allá de toda retórica, la imaginería zombi nos habla de un ser humano que, a mitad de camino entre la vida y la muerte, carece de conciencia o de libre albedrío. Un individuo que es mero cuerpo: una existencia ingobernada o en piloto automático. Un cuerpo sin alma. Una presencia ausente. Una corporalidad vaciada de mente que sin embargo existe, que es, pero a condición de estar, a todo momento, controlada por una voluntad ajena que la rebasa, que está fuera de su alcance.

Entonces, sentado a mi escritorio, releo estas palabras y me observo, como en un espejo. Porque estando abrazado a mis tecnotótems; habiendo roto lazos con mi propio cuerpo; habiéndome desembarazado de mi presencia corpórea y del arraigo del aquí y ahora; habiendo logrado, en cierto modo, la absorción de mi conciencia a través de los canales abiertos por mis fetiches técnicos; estando así, entumecido, encandilado y narcotizado bajo una lluvia de haces de luz, preso del dictado informático de mis propios objetos, ¿no seré más bien, visto desde fuera, visto desde todos lados, antes que un ser humano, un auténtico tecnozombi?

¿Y si estuviera ahora mismo sentado frente a Usted? ¿Si en lugar de que nos distanciara este texto estuviésemos dialogando cara a cara?¿Y mientras que Usted me hablara, siguiera yo con la conciencia sumergida en mis representaciones? Vale decir: si en mi vínculo con Usted, yo hiciera prevalecer unos artefactos que mediaran entre nosotros, ¿no sería yo –con el cuerpo inmóvil y narcotizado–, a su propia mirada, un tecnozombi? ¿No estaría yo, a un tiempo, a causa de mi comportamiento, de la negación de su mirada, convirtiéndolo a Usted en una cosa inerte y carente de vida?

No es de extrañar, acaso, que en Ella (2013), notable reflexión de Spike Jonze sobre el amor en tiempos de zombis, Theodore Twombly, un confundido y solitario escritor de cartas ajenas, acabe enamorado de la compleja y seductora Samantha: un sensible, empático y complejo sistema operativo dotado con inteligencia artificial. Porque rodeados como estamos de tanta técnica, hay siempre la posibilidad de que nos acabemos acostumbrando a tratar a nuestros objetos como si fueran humanos y a nuestros humanos (y a nuestros propios cuerpos) como si fueran objetos.

A esta altura, a punto de quitarme los auriculares, apagar mi ordenador y enfundar mi teléfono, a poco de alejarme del resplandor narcotizante de mis tecnotótems y de dejar de ser, por un momento, mi propio tecnozombi, no puedo evitar recordar las proféticas palabras de la neofeminista y crítica cultural norteamericana Donna Haraway, en su ya clásico Manifiesto cyborg: «Ahora ya no estamos tan seguros. Las máquinas de este fin de siglo […] están inquietantemente vivas y nosotros, aterradoramente inertes».

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