Criaturas inteligentes a imagen y semejanza del hombre

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El reciente estreno de Autómata actualiza temas relacionados con la tecnología y el futuro que se anticipaban ya en Metrópolis: la creación de seres artificiales, una obsesión humana de larga data. Cómo las representó la pantalla grande. Entrevista a Santiago Koval, autor del libro La condición poshuman: camino a la integración hombre-máquina en el cine y en la ciencia.

Versión completa de la nota publicada en Tiempo Argentino el 08 de marzo de 2015.

Por Horacio Bernades

¿Puede la ficción predecir el futuro? Parece una pregunta ingenua. Julio Verne narró un viaje a la Luna noventa y nueve años antes de que Neil Armstrong pusiera un pie en ella. H. G. Wells atravesó el tiempo en una nave, casi medio siglo antes de que la teoría de la relatividad permitiera pensar que eso podría ser posible. Ray Bradbury se adelantó en varias décadas a las pantallas del tamaño de una pared. Estrenada hace unos días en Buenos Aires, Autómata vuelve sobre una temática que el cine viene explorando desde la célebre Metrópolis (1929). Allí, en un futuro posible, una mujer-androide (la no menos famosa María II) escapaba del control de sus creadores y terminaba liderando nada menos que la revolución social.

Vinieron después computadoras peligrosamente autoconscientes (en 2001, Odisea del espacio, 1968), androides idénticos a un ser humano (en la serie Alien, iniciada en 1978), “replicantes” tanto o más inteligentes que el hombre (en Blade Runner, 1982), cíborgs no particularmente inteligentes, pero dotados de una capacidad de sobrevivencia superior (Terminator, 1985) y robots que competían con el hombre por el futuro de la Tierra (en Yo, robot, 2004). En Autómata los androides vuelven a rebelarse. Docente en la Universidad de Buenos Aires y autor de La condición poshumana: camino a la integración hombre-máquina en el cine y en la ciencia (Editorial Cinema, 2008), Santiago Koval (Buenos Aires, 1981) sostiene que la fantasía de rebelión de las criaturas creadas por el hombre va de la mano con la obsesión humana por crear seres que se le parezcan. Y que tanto una cosa como otra son de larga data, tanto en la historia de la humanidad con en la del cine.

En la entrevista que sigue, Koval revisa la historia de creación de seres artificiales, el estado actual de la fusión hombre-máquina, las posibilidades de que en el futuro esa integración se vuelva cada vez más completa y el modo en que el cine ha venido reflejando –a veces anticipando– esas fantasías y desarrollos.

¿Qué se entiende por condición poshumana?

La condición poshumana hace referencia a un período futuro en el que la tecnología nos ha permitido alterar las constantes biológicas de nuestra especie. Nacer, respirar, comer, beber, desear, sentir, sufrir, soñar, pensar, morir. Lo poshumano viene a ser, en este sentido, un modo de existencia que niega, supera o trasciende todo aquello que nos define como seres humanos.

¿Cuál es el estado actual de la tecnología en este campo?

En la actualidad, los esfuerzos por desarrollar seres posbiológicos o transorgánicos distan de ser exitosos. Es todavía lejano el sueño de la transbiomorfosis, vale decir, la búsqueda por reproducir, descargar o extender la conciencia en un soporte electrónico. Hay proyectos, como la Iniciativa 2045, que prometen avances formidables en pocas décadas; pero no se ha logrado nada concreto en este terreno, más allá de que se reúnan para ello a las mentes más brillantes del planeta, y de que dispongan de la más avanzada tecnología de punta. Quizá la dificultad radique en la naturaleza de la conciencia.

¿Cuál fue hasta ahora el desarrollo de los seres artificiales en la historia humana?

La historia de los seres artificiales se remonta a las primeras civilizaciones. Estamos hablando de una pulsión cultural, como lo es la necesidad de comunicarse o de crear símbolos para representar la realidad. Desde el origen, se ha tratado de una búsqueda por invertir la imagen bíblica de la creación humana por un ente divino. Tanto ayer como hoy, el sueño ha sido el mismo: fabricar una criatura a imagen del hombre, fragmento de su costillar y hecha del polvo de la Tierra, que insuflada de vida por el soplo divino despertará tarde o temprano a la conciencia. En la actualidad, el afán por crear seres artificiales se renueva incesantemente. Lo que antes eran criaturas imaginarias o mitológicas –la estatua de Pigmalión, el Golem, el monstruo del Doctor Frankenstein, Pinocho– son ahora mecanismos de silicio y metal que se mueven por sí solos, que hablan, tocan instrumentos, trabajan en laboratorios, operan en líneas de producción o desafían a campeones mundiales de ajedrez. Sin embargo, por más sofisticadas o complejas que sean, las criaturas contemporáneas no hacen más que actualizar esas pulsiones inmemoriales e indelebles arraigadas en el origen de la especie.

¿Y en el cine?

El cine muestra una misma evolución. Como si recapitulara la historia técnica que representa. Si se observan las primeras piezas fílmicas durante las décadas de 1920 y 1930, los seres artificiales son criaturas mitológicas o mágicas hechas de barro o partes orgánicas que asumen la vida por medio del control de alguna fuente de energía (un rayo eléctrico) o de un acto mágico o divino (la palabra de Dios). Estos primeros seres se rebelan tarde o temprano sembrando la destrucción. Lo mismo, aunque con aristas, ocurre en las décadas de 1950, 1960 y 1970: seres cada vez más tangibles y sofisticados que comienzan a adquirir funciones humanas y que, por lo general, terminan siendo una amenaza para sus propios creadores. Desde las décadas de 1980 y 1990, los científicos alienados o hechiceros solitarios dan lugar a las corporaciones multinacionales, encargadas estas de construir series interminables de robots automáticos que, en su intento por defender a la humanidad, terminan queriendo destruirla. Hay siempre la dualidad, como se ve, desde el origen del cine, entre la bondad de la criatura (la figura del esclavo mecánico e incondicional) y su inherente maldad (una entidad enemiga que busca desterrarnos en su lucha por la supervivencia). En el verdadero fondo, sin embargo, se trata de una misma y única pulsión que convierte al hombre en un demiurgo que desafía los límites proscriptos por sus propios dioses creadores, y que será por ello necesariamente castigado.

¿Cuáles son actualmente las distintas opciones de integración entre el hombre y la máquina?

Si entendemos por integración hombre-máquina a la mezcla, fusión o pérdida de fronteras entre un ser humano y un ser mecánico, podemos pensar en dos escenarios posibles: que la máquina tienda a nosotros o que nosotros tendamos a ella. Si la máquina se nos parece es porque ha incorporado características humanas. Por ejemplo, tiene una unidad de procesamiento (cerebro), un banco de datos (memoria), interfaces de entrada y salida (sentidos o miembros efectores) o, en general, una fisonomía antropomorfa. Por el contrario, si nos parecemos a la máquina es porque hemos asumido algunos de sus atributos o modos de funcionamiento. Por ejemplo, si usamos alguna clase de prótesis, como anteojos, un audífono, un implante coclear, un brazo o una pierna robóticos; si modificamos nuestro cuerpo por medio de la cirugía; o si extendemos nuestra vida mediante el uso de un marcapasos; en definitiva, estamos empleando la técnica para alterar las constantes biofísicas de nuestro organismo e incorporando atributos o funciones antes reservadas a las máquinas.

¿Cuál es el futuro predecible en este terreno, y para cuándo podría fecharse ese futuro?

El futuro en este terreno es incierto, aunque existen algunas líneas predecibles. Es esperable, en principio, que tengan lugar mayores niveles de integración. Hoy, el individuo promedio en ciudades urbanizadas carga artefactos en su cuerpo de manera externa: dispositivos móviles que le ofrecen el acceso telemático a grandes conjuntos de datos. Estos artefactos no están en nuestro organismo. No son parte de él. Sin embargo, se establece una relación especial entre los objetos y nosotros. Un objeto externo del que dependo para funcionar como individuo termina siendo parte de mi corporalidad o, por lo menos, forma parte de la representación social de mi yo. Català Domènech, un pensador español, llama a esto la exomente: una mente que está fuera del cuerpo, soportada por los dispositivos electrónicos que nos rodean, pero que sin embargo forma parte del organismo. El futuro, probablemente, tienda a profundizar nuestra exomente. Es decir, nos ofrecerá mayores opciones para incorporar elementos técnicos a los límites de nuestra conciencia. Luego, los usos sociales determinarán, como siempre lo han hecho, el éxito o el fracaso de estas posibilidades técnicas.

¿Pensás que estos avances son positivos o más bien negativos para la humanidad?

Hay proyectos interesantes que buscan utilizar esta clase de tecnología en el mismo sentido que damos a una herramienta: como un martillo que potencia nuestra fuerza, un anteojo que mejora nuestra vista o una computadora que amplifica nuestra mente. Así, se han logrado interesantes avances en la recuperación de individuos con dificultades motrices o enfermedades degenerativas. El problema es que hay muchos otros proyectos que asignan a la tecnología un rol muy diferente. Para los individuos o instituciones que los dirigen y financian, la tecnología se ha convertido en un fin en sí misma. No se trata tanto de lo que la técnica nos permite hacer, sino que el propio invento se convierte en un objeto de fascinación. Un fetiche. Y cuando el objeto es fetichizado termina asumiendo su propia autonomía o teleología. La Inteligencia Artificial es uno de estos casos. Nada de lo que nos permitirá hacer la IA nos va a ubicar en una mejor posición que la que estamos ahora. Sin embargo, hay una obsesión por lograr que una máquina piense; porque en sí mismo, en cuanto logro de un cierto antropocentrismo tecnoutópico y comercial que domina hoy la producción científica, se considera una obra intelectual de incalculable valor social, cultural y económico. Intrínsecamente, sin embargo, este tipo de proyectos no ha tenido otro sentido, para el hombre, que el de demostrarse a sí mismo que es capaz de llevarlos a cabo.

¿No creés que el sentido común no ve con buenos ojos esa integración, con la excepción de cuando se utiliza con fines ortopédicos?

El sentido común es algo variable. Las nuevas generaciones (menores de 10 años) se vinculan de manera inmediata y natural con la tecnología. Y si bien estamos lejos de ser organismos cibernéticos, hemos incorporado los productos técnicos a nuestras relaciones sociales con asombrosa rapidez. Es cierto que la opinión pública o la prensa celebra especialmente los avances con fines ortopédicos, pero también muestra una enorme fascinación por los objetos de consumo destinados a simplificar nuestra vida diaria. Este fetichismo por la técnica es un fenómeno transgeneracional, que irá probablemente en aumento conforme se vuelvan adultos los niños que nacieron rodeados por estos artefactos. Si el futuro promete implantes de memoria o back-ups del cerebro; si ofrece dispositivos intraneuronales que mejoren el rendimiento intelectual o extensiones electrónicas que aseguren la inmortalidad cibernética, es probable que aparezcan muchos entusiastas que, del mismo modo en que adquieren hoy las últimas innovaciones, acaben por incorporar esta clase de productos a sus prácticas sociales cotidianas.

¿Las religiones no están en contra de toda creación artificial, a partir de la idea de que el único creador de vida es Dios?

La religión parte de la idea de un ser divino creador de vida, que tiene exclusividad en este aspecto, y que castiga, de acuerdo con la mitología griega o romana, a quienes pretenden imitarlo o superarlo. La religión judeocristiana es hija de esta tradición y desalienta asimismo la demiurgia artificial, y esto con consecuencias terribles, pues solo Dios ostenta el don de la Creación. En términos modernos, ha sido René Descartes quien ha comenzado esta rebelión contra la religión. La idea de un sujeto consciente capaz de utilizar su propia razón para reducir a fórmulas matemáticas las leyes de la Naturaleza ha derivado, siglos más tarde, en un individuo contemporáneo que pretende alcanzar, mediante la creación artificial, la mayor síntesis de ateísmo posible: recrear, en un artefacto, la conciencia humana y asumir, en ello, la mirada de Dios.

¿Cuáles son las distintas clases de hombres-máquina, y qué caracteriza a cada una de ellas?

La fauna artificial que resulta de la integración hombre-máquina es variada y compleja. Un cíborg es un ser humano que incorpora tecnología a su organismo de modo tal que resulta potenciado por ella. En el extremo, el cíborg deviene poshumano: un hombre que, a fuerza de integrar elementos técnicos a su cuerpo, ha dejado de ser estrictamente humano. Por el otro lado, una máquina que adquiere atributos antropomorfos es, primeramente, un robot: una entidad humanoide que desempeña o simula funciones humanas y que puede reemplazarnos en algún sentido, al menos en las actividades más básicas o automáticas. En su máxima expresión, el robot deviene androide: una máquina tan humana como sus propios creadores.

¿Cómo los representó el cine históricamente?

El cine de ciencia ficción presenta una evolución interesante de este tipo de personajes. Del lado de la maquinización del hombre, las primeras piezas fílmicas –Las manos de Orlac (1935), El coloso de Nueva York (1958), Dr. Strangelove (1964), THX 1138 (1971)– muestran a seres humanos amplificados por medio de prótesis que representan un cierto conflicto de naturaleza: la prótesis se rebela al cuerpo en que ha sido implantada. La llegada de filmes como Robocop (1987) o Soldado universal (1992) introduce la noción del cíborg propiamente dicha: un individuo intervenido íntimamente por la tecnología a tal punto que necesita de ella para continuar existiendo. En estos casos, y más especialmente en El cortador de césped (1992) o Matrix (1999), la intervención llega al interior del cerebro. La mente, ese reducto de la conciencia, resulta atravesada irreversiblemente por los hilos de la tecnología dando lugar al poshumano. Del lado de la humanización de la máquina, los primeros filmes –Frankenstein (1931), El golem (1920)– presentan criaturas primitivas que se rebelan a sus creadores generando caos y muerte. Las figuras artificiales de las décadas de 1940, 1950 y 1960 son principalmente robóticas: seres mecánicos construidos por medio de materiales puramente artificiales. En la temprana Metropolis (1927), sin embargo, había aparecido ya la figura del androide: un robot con esqueleto metálico pero insuflado de piel y alma humanas que acaba provocando una revolución de la clase obrera. La figura del androide no se retomará hasta El mundo del Oeste (1973), Alien, el octavo pasajero (1979) o Androide (1982). Y alcanzará su máximo esplendor en Blade Runner (1982), Terminator (1984), Inteligencia artificial (2001), Yo, robot (2004) o Los sustitutos (2009). Así, de uno a otro lado, los seres artificiales se complejizan en el tiempo y tienden a ser cada vez más parecidos y cercanos a aquello que simulan o reproducen, y, por lo tanto, progresivamente, más amenazantes para la aparente singularidad de sus propios creadores.

¿Y cómo se representó en el cine la inteligencia artificial?

La Inteligencia Artificial fue representada incluso antes de que el término se acuñara como tal en 1956. En Metropolis (1927), María II, el robot-androide, tiene un cierto grado de inteligencia y de automatismo que la lleva a iniciar la revuelta popular. Lo mismo ocurre en la representación del monstruo en Frankenstein (1931), del golem en El golem (1920) o de Robby en El planeta prohibido (1956). Con todo, la primera representación madura de la IA en el cine la debemos a Jean-Luc Godard. En Alphaville (1965), Alpha 60 es una supercomputadora que despliega una complejidad psicológica sin precedentes que rompe con los modos tradicionales de representación. Este nivel de inteligencia será superado, pocos años más tarde, por el comportamiento tangencialmente humano de HAL 9000, en 2001, una odisea del espacio (1968), el celebrado filme de Stanley Kubrick. Semejante profundidad de conciencia la hallaremos recién décadas más tarde, en Blade Runner (1982), de Ridley Scott, que presenta a Roy Batty, un Nexus 6, replicante dotado de memoria, imaginación, autoconciencia y autoreflexividad, capaz de humor, poesía, amor, dolor e ironía. La saga la completan Terminator (1984, 1991, 2003, 2009), Inteligencia artificial (2001) y Yo, robot (2004), piezas que introducen a personajes dotados de una capacidad intelectual incluso superior a la de los seres humanos que los crearon.

¿Cómo encaja Autómata en esta tradición de representación?

Autómata adhiere a esta misma tradición de robots inteligentes que asumen conciencia de sí sorteando los protocolos de programación a los que fueron sometidos. En el filme, los robots comienzan en cierto punto a mutar por sí mismos. La autopsia de una unidad de la serie Pilgrim 7000, “asesinada” brutalmente por un policía alcoholizado, demostrará que el robot carecía de segundo protocolo, procedimiento que impide, en teoría, que se altere a sí mismo. Esto convierte a la unidad en una pieza excepcional y sumamente peligrosa para la reputación de ROC, la corporación encargada de fabricar los robots que construyen las paredes y nubes mecánicas que protegen a las últimas ciudades del planeta. Tarde o temprano, Jacq Vaucan (un agente de seguros alienado y melancólico representado por Antonio Banderas) descubrirá en el bionúcleo de la unidad pruebas de que el robot eliminó por sus propios medios el segundo protocolo, dando lugar a un salto cualitativo en su evolución. Se plantea, así, una interesante (aunque no necesariamente original) observación acerca de los autómatas: la necesidad de limitar su inteligencia. De adaptar la inteligencia artificial a la medida de la mente humana.

En la película ocurre algo que vos mencionás en tu libro, que es la inversión, en términos de poder, entre el hombre y la máquina (los robots). ¿Qué opinás de eso?

El filme, como muchos otros de la temática, muestra a una sociedad deshumanizada a causa del excesivo avance tecnológico; en este orden, no solo la máquina es más humana, sino que el ser humano es más mecánico. Hay, pues, como bien remarcás, una inversión de roles. Es la máquina la que toma las decisiones morales sobre el futuro de una humanidad descarriada. Este intercambio de posiciones no es nuevo. Al respecto, hay filmografía de sobra: Terminator (1984, 1991, 2003, 2009), Matrix (1999) y Yo, robot (2004), entre otras. Parábolas del cine que actualizan el terror ancestral a que la criatura se vuelva contraria a nuestros mandatos y decida, por cuenta propia, disputar a la humanidad la supremacía sobre la Tierra. No sorprenden, entonces, las palabras finales que dedica, al final del filme, el robot emancipado a un desmoralizado Jacq Vaucan (Antonio Banderas): “Morir es una parte del ciclo natural humano. Tu vida es solo un lapso de tiempo. Ninguna forma de vida puede vivir eternamente…  Mírame. Nací de las manos de un humano. Fui imaginado por mentes humanas. Tu tiempo ahora vivirá en nosotros. Y será el tiempo a través del cual existirás”.

Cinco películas clave de la temática

Aunque hay gran cantidad de películas valiosas al respecto, creo que se pueden mencionar cinco verdaderamente relevantes: Metrópolis (Fritz Lang, 1926), 2001, una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Terminator (James Cameron, 1984) y Matrix (Andy y Larry Wachowski, 1999). En estas cinco piezas pueden verse representados los aspectos más significativos del imaginario asociado a los seres artificiales.

Cinco películas no tan conocidas pero particularmente interesantes

Hay películas que no trascendieron especialmente o que la crítica contemporánea olvidó, y que creo que presentan reflexiones interesantes sobre la temática. Entre otras: El día que paralizaron la Tierra (Robert Wise, 1951), El planeta prohibido (Fred Wilcox, 1956), El coloso de Nueva York (Eugène Lourié, 1958), Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965) y Naves misteriosas (Douglas Trumbull, 1972).

 

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